Nos situamos en el Londres victoriano de principios del siglo XX. Con sus escándalos, sus arcaicos coches y sus barrios bulliciosos recorridos por toda una galería de personajes de diferente pelaje. En este ambiente se desenvuelve Arthur Jones (Laurence Olivier), un veterano abogado que se encuentra en el ocaso de su carrera laboral, una carrera en la que no ha habido ningún triunfo de reconocido prestigio. De repente, Arthur recibirá el encargo de defender a una viuda rica llamada Jessica Medicott (Katharine Hepburn), sin duda un caso con el que triunfar pues se trata de uno de los últimos escándalos promulgados por la prensa sensacionalista. La demanda de un supuesto caza-fortunas mucho más joven que Jessica que la ha denunciado, con el apoyo de su codiciosa madre, con el propósito de que le indemnicen con 50.000 libras por haber sido abandonado por Jessica.
Lo que Jessica no recuerda es que en el pasado fue el primer amor que marcó la existencia y carácter de Arthur en los tiempos en los que en sus años mozos conoció a su futura cliente cuando ésta era una actriz que paseaba su garbo por desvencijados teatros. Sin embargo, la carencia de fortuna del joven Arthur provocó que Jessica lo abandonara para abrazar la tranquilidad que le propició su matrimonio con un millonario londinense.
De este modo, nuestro héroe verá la oportunidad de reverdecer viejos amores pasados defendiendo a Jessica de las ansias de fortuna de un joven que será el fiel reflejo masculino de aquella joven actriz hoy convertida en millonaria. ¿Podrá hacer recordar a Jessica su antiguo amor, o el dinero y el egocentrismo de la dama cegará sus recuerdos de juventud?
El cine clásico ya había sido casi totalmente barrido del mapa a mediados de los años setenta. La desaparición de algunas de sus más luminosas estrellas unido al cambio de preferencias de un público al que ya no le atraía la elegancia y lo sofisticado, dos de los ejes sobre los que se asentaron algunas de las mejores obras de la época dorada de Hollywood, provocó que esta arcaica forma de hacer cine acabara olvidada encerrada en un cuarto trastero sin ventilación y con un fuerte olor a naftalina. Tan solo ciertos destellos, lanzados por algunos de los sobrevivientes de aquella época, afloraban entre el tremendismo y la violencia que desprendían los mayores éxitos del cine comercial anglosajón de aquella década.
Y de este modo el medio televisivo (que paradoja que en el tiempo actual también se haya convertido en refugio para algunos cineastas denostados por la industria cinematográfica) se convirtió en una especie de albergue que cobijó a varios de esos viejos artesanos que no encontraban su sitio entre los proyectos auspiciados por los nuevos magnates del cine americano. Entre ellos George Cukor, una luminaria que aún paseaba su aroma clásico allí donde le dejaban. Uno de esos cineastas que forjó la leyenda del séptimo arte mundial cosechando en su extensa filmografía varias de esas piezas inmortales marcadas con letras de oro en cualquier manual dedicado al cine que se precie.
En este sentido, bajo la producción de ABC circle films (propiedad de la American Broadcasting Company, una de las compañías estadounidenses más poderosas en lo referente a seriales y TV-movies) Cukor se desplazó al Reino Unido para dirigir un telefilm muy particular. Por un lado se trataba de un producto que se alejaba en espíritu y forma de la mayoría de producciones televisivas de los setenta. No. No había asesinatos por resolver. Ni policías luchando contra el crimen. Ni bellezas jóvenes y rubias que explotaban las ansias y ganas de los pajilleros de aquellos años. Al contrario. El elenco estaba liderado por dos leyendas del cine en el declive de sus carreras como eran Laurence Olivier y Katharine Hepburn. Dos de los considerados durante décadas (ambos comenzaron sus carreras en los años treinta) mejores actores de su generación, que gracias a sus inteligentes elecciones mantenían aún vivo el resplandor de su halo legendario. Asimismo la puesta en escena estaba bajo la tutela de Cukor, un cineasta que siempre prefirió apostar por la elegancia y la pulcritud en detrimento de los fuegos de artificio y los efectos impostados. Un story-teller de los de antes. De esos que sabía contarte su libro aunque las páginas estuviesen repletas de erratas y faltas de ortografía. Uno de esos privilegiados señalados por la varita del talento innato con el que agradar al público con historias entretenidas que nunca decaían en el letargo, merced al ritmo ágil pero acompasado con el que componía el bueno de George.
Pero un autor marcado por el desprecio de una industria que no toleraba sus desaires y excentricidades fuera de los platós. Entre ellos su marcada pluma gay que fue objeto de escarnio y desprecio por parte de algunos de los productores más afamados de los años cuarenta y cincuenta. Es por ello que sus películas siempre contenían cierta rabia contenida que desbordaba afiladas críticas en contra del puritanismo de una sociedad estadounidense que escondía en la trastienda de sus honorables hogares inagotables gotas de sadismo y crueldad.
Y es que Amor entre ruinas conserva intactas todas las bondades típicas del cine de George Cukor, pues a pesar de ostentar el adjetivo de obra postrera, ésta no fue bajo ningún concepto producida con el piloto automático, sino que está impregnada de esa mágica forma de construir las escenas y de narrar cukorniana. Podemos catalogar a la cinta como una rara avis. Un telefilm único. Una especie de remember de time de aquellas comedias de los treinta y cuarenta que Cukor rodaba en serie durante esos años con excelentes resultados.
Aquí no hay efectos especiales, ni intriga a la que aferrarse. Es cierto que el guion no es nada novedoso y que puede que cuente lo mismo que otras películas más añejas y que por ello no contenga ninguna sorpresa. Es más, muchos de los pasajes del film nos evocan a otras cintas clásicas protagonizadas por las dos estrellas que adornan el cartel del telefilm. Pero hay algo que logra exaltarnos y conmovernos de manera espontánea. En mi opinión, es ese intento de Cukor de reverdecer un cine ya extinguido en el momento en que se produjo Amor entre ruinas. Una última tentativa por encender la llama oculta entre las ruinas de un arte que pasó a mejor vida. La elegancia, la concepción teatral de una puesta en escena que con apenas cinco o seis escenarios diferentes sabe transmitir una sensación de movimiento y agilidad que ya quisieran para sí muchas de las cintas actuales sobrecargadas de ubicaciones. También la evocación a esas comedias románticas apoyadas en el juego de guerra de sexos, la nostalgia de un pasado que siempre supo mejor perfectamente recreado en una Inglaterra victoriana de principios de siglo que parece salida de un cuadro.
Todos estos ingredientes elevan a Amor entre ruinas en una obra maestra. En una delicia que se degusta con mucho placer. En una pieza encantadora que emociona y hace sonreír al espectador de manera innata. Asimismo en una película que hace estallar nuestra nostalgia debido a ese aire entre otoñal y decadente que recorre las venas que vertebran el cuerpo del film. Y otro de los puntos que me fascinan de este dulce imposible de no devorar es su afilado guion, repleto de diálogos inteligentes y citas literarias, de réplicas y contra-replicas que guardan dobles y triples sentidos que hay que saber descifrar. Pues el guion parece escrito por Joseph L. Mankiewicz, y Cukor conocedor de este hecho se sirvió del mismo para construir a su alrededor buena parte del armatoste que sustenta el relato, combinando planos americanos y medios compartidos por sus dos estrellas, planos que llenan la pantalla con la presencia de Olivier y Hepburn juntos, encapsulados en cada secuencia que comparten y más que bien avenidos y complementados.
En este sentido, el divertido y maravilloso argumento tejido será la lanzadera sobre la que derretir una extraordinaria batalla dialéctica liderada por Olivier y Hepburn que eclipsará todo cuanto aparezca por pantalla a su lado. Los diálogos son espléndidos, la puesta en escena (con una aportación sublime de Carmen Dillon en la dirección artística) es refinada y atractiva a más no poder, la música no desentona gracias a la batuta de John Barry (sin ser una de sus mejores partituras si que la música apoya las leves transiciones enmarcadas en el film) y la dirección (sustentada en la comedia de situaciones y enredos judiciales) es pura magia cinematográfica.
Todo esto convierte a Amor entre ruinas en una pieza inexcusable que todo amante del cine clásico debería revisar, pues además de estar seguro de que les va a encantar, ésta emerge como uno de los últimos esbozos de una forma de hacer cine que nunca más volvería a repetirse con estos mismos mimbres e ingredientes.
Todo modo de amor al cine.