Son las 7 de la mañana de un triste día de otoño en la enigmática San Sebastián de mediados de los ochenta. A regañadientes, debido a la niebla y el frío que se siente a través del gélido ambiente, Jon (Martxelo Rubio) se levanta para arrancar un nuevo y rutinario día. Nada parece enganchar a la vida a este joven donostiarra, salvo el mono que siente hacia su principal adicción y sentido para seguir respirando: la heroína. Así Jon, un joven sin trabajo ni anhelos, tratará de ganar algunos duros trabajando en el puerto junto a su amigo del alma Patxi o trapicheando en negocios sucios al lado de personajes de dudoso pelaje. Jon tan solo hallará algo de luz en su discurrir por la vida al lado de su novia Mayte (Maribel Verdú), otra yonki sin ningún tipo de expectativas de futuro que aparenta amar más a la droga que a su pareja.
Nadie parece echar una mano a Jon. Ni su padre (uno de esos miembros de la clase media por cuya desgastada espalda han pasado diversos sufrimientos), ni sus amigos, ni los capataces del puerto que contratan por horas la mano de obra más barata y dócil, ni los jóvenes que frecuentan los bares y lugares por donde se deja caer nuestro protagonista. Entre ellos un adicto al futbolín, picado por la pericia de Jon en el arte de meter goles con futbolistas de madera, que responde al nombre de Rafa (Antonio Banderas) y que en realidad esconde bajo su pálida tez a un camello de poca monta que desea saborear las carnes aún no contaminadas de decadencia de nuestro peculiar héroe juvenil dentro de una de esas cabinas que se extinguieron con la aparición de la telefonía móvil.
Este será el panorama que deberá sortear Jon durante 27 horas de su tediosa existencia. Una existencia a la que nadie presta atención. Una historia mínima regada de heroína, sed y hastío en medio de una ciudad que observa con distancia a sus presas inconscientes, hecho que permite discernir que nada bueno puede acaecer a esas almas puras e inocentes que han sido atrapadas por ese paredón angustioso que emana de la aguja de la heroína.
Montxo Armendáriz es uno de los más grandes cineastas surgidos en el cine español en los últimos 50 años. Arrancó su carrera en el largometraje en los años ochenta, década en la que en el cine patrio se hablaba casi exclusivamente de la movida madrileña con nombres tan emblemáticos como Fernando Trueba, Fernando Colomo o el legendario Pedro Almodóvar como iconos incuestionables de este movimiento cultural. En este sentido, lejos del espíritu gamberro y transgresor que marcó especialmente el cine ubicado en las entrañas y periferia del Madrid posterior a la Transición, Armendáriz conquistó a la crítica y el público de la época con una obra nostálgica e intimista ambientada en la Navarra rural, ajena a los sonidos ambientales (repletos de música pop, sexo, drogas y cintas de vídeo) del cine madrileño. Colmada por tanto con esa mirada serena ornamentada por la influencia de los grandes clásicos del cine neorrealista italiano (la grafía de Rossellini, De Sica e incluso Olmi se siente muy presente en Tasio) que sin buscar ningún tipo de elogio ni pretensión, más allá que el simple retrato de ese instante inmortal que resulta del inquebrantable discurrir de la vida, supo sacar a la luz el más recóndito secreto guardado en el espíritu del cine inmaculado: la explosión de esa emoción que emana del reflejo de la imaginería cinematográfica transformada en un canal que desprende verdad y sentimiento.
Con la perspectiva que permite el lento paso de los años, la filmografía de Armendáriz se observa como un robusto y poderoso tótem revestido de humildad y honestidad. Puesto que en todas las obras firmadas por Montxo se halla presente esa sana obsesión de radiografiar, sin juzgar a sus personajes ni entornos, una época concreta. Una realidad social que se ha ido transformando en su aspecto exterior, pero que internamente conserva todos sus misterios y enigmas intactos, sacando a la luz las bondades y miserias propias de la condición humana. Temas como la inmigración (pintada con un pincel romántico e intimista en Las cartas de Alou), los problemas de esa adolescencia carente de referentes desgranados en Historias del Kronen, la mirada fijada hacia esos perdedores que se tiraron al monte para luchar por sus ideales en Silencio roto o la que para mí sigue siendo su obra maestra, la bellísima y portentosa disección de los enigmas que encierra el viaje desde la niñez hacia la edad adulta en ese entorno carente de libertad que fue la posguerra española en Secretos del corazón conforman un compendio que convierte a Armendáriz en un cronista de nuestro tiempo siempre interesado en plasmar pequeñas realidades ajenas a los grandes focos de atención.
27 horas fue el segundo largometraje dirigido por el navarro allá por un lejano 1986. Los años del cine de la movida. Asimismo, los años del ocaso del cine quinqui, género en el cual se suele encuadrar el título dirigido por Armendáriz. Nada más lejos de la realidad. Porque si bien es cierto que la película presenta ciertos paralelismos argumentales con las pautas características del género que hizo grande a nombres tan destacados como José Antonio de la Loma o al gran Eloy de la Iglesia (como la presencia de un joven protagonista, desconocido por aquel entonces, que parecía extraído de la realidad retratada, la aparición de la droga y sus efectos sobre una juventud sin rumbo como un elemento esencial en el discurrir de la trama, la importancia de la ciudad como una estrella más a añadir al relato, el dibujo de las reglas que vertebran los márgenes del submundo de la delincuencia juvenil, etc.), no es menos cierto que 27 horas ostenta suficientes ingredientes propios como para desviarse de las rutinas más repetidas del cine quinqui.
Fundamentalmente destaca su romanticismo exacerbado, punto concurrente en la filmografía de Armendáriz, apoyándose para ello no solo en una narrativa muy literaria en la que el arranque, nudo y desenlace del guion se encuentra perfectamente delimitado por el espacio temporal escenificado en el film (desde las 7 de la mañana de un día cualquiera hasta las 10 de la mañana del día siguiente), sino igualmente en una puesta en escena profundamente melancólica y muy delicada, punto este que me traslada sin ningún tipo de dudas a los espacios y dimensiones del cine de dos grandes autores del cine francés clásico. Por un lado al Éric Rohmer de El signo de Leo y por el otro al Marcel Carné de su fantástica Las puertas de la noche. Desconozco si Montxo es admirador de estos dos clásicos de nuestro país vecino, pero por una extraña razón cada vez que reviso 27 horas, ciertas secuencias de este dúo de obras maestras resuenan de forma repentina en mi memoria.
En primer lugar por el ambiente urbano que engalana al relato. Si Madrid era la ciudad que sirvió de base a la explosión del cine quinqui, Montxo eligió San Sebastián para delinear un viaje desesperanzado de tono muy documental. El histrionismo de Madrid fue reemplazado por el señorío y majestuosidad de una ciudad empapada en gotas de lluvia y lágrimas de derrota. Esto confiere una perspectiva muy intimista e introspectiva a la forma y el fondo del film, gracias a unos paisajes plenos de soledad, tristeza y desazón. Esas escenas nocturnas en las que Martxelo Rubio divaga sin horizonte ni brújula por bulevares vacíos, por calles mojadas por donde no se atisba ni un alma o por bares cochambrosos sin apenas clientes con los que llenar la caja registradora confieren un aspecto deprimente, pero terriblemente poético, al envoltorio visual del film. Montxo está reflejando el desamparo de esa juventud que no tiene ningún referente al que aferrarse, tan solo la marginalidad que extiende su brazo hacia esas víctimas inocentes a las que nadie acude en su ayuda.
En segundo lugar por la ausencia de efectos impostados en el desarrollo de la trama. Aquí no hay trampa ni cartón. Montxo optó por el reflejo más cotidiano y simple de la vida, sin prejuicios ni trampa alguna. Lo cotidiano prevalece sobre lo espectacular. A ello ayuda una fotografía académica que mezcla con mucha artesanía planos de tono puramente cinematográfico con otros que se asemejan a los del cine documental. Las elipsis, necesarias por el hecho de condensar en poco más de 80 minutos un recorrido de 27 horas, son integradas en su justa e inevitable medida como un recurso que confiere una elegancia seductora a la narración.
En tercer lugar por la extraordinaria dirección de actores, muchos de ellos jóvenes que estaban empezando. Montxo cuenta entre sus virtudes con el mérito de saber descubrir y explotar el talento de su elenco. En 27 horas contó con un excelente Martxelo Rubio, quien soporta bajos sus espaldas buena parte de los excelentes resultados cosechados merced a una interpretación muy natural y sentida. Asimismo, resulta enriquecedor observar a dos leyendas de nuestro cine en sus primeros pasos por este mundillo como son Maribel Verdú y Antonio Banderas, ambos en dos roles secundarios magníficamente resueltos en los que ya se atisbaba el ingenio de dos actores que con el paso de los años alcanzaron el olimpo de la interpretación.
Finalmente, el film absorbe esa atmósfera fatalista empapada de desgracia inherente a los genios del neorrealismo y que igualmente fue captada por Rohmer y Carné en sus dos propuestas anteriormente comentadas. En este sentido, observaremos la caída y martirio de Jon y sus seres queridos, devorados por una sociedad que desplaza al perdedor, que huye como alma que persigue el diablo cuando algo huele a fracaso. Una sociedad que tan solo acepta el éxito sin preguntarse como éste fue, o a costa de qué o quien, logrado. Una condena infringida por la heroína, que juega su papel como juez y jurado dictando sentencias de muerte a quien se atreve a besar sus labios.
Y Montxo, conocedor de la realidad que está mostrando al público, decidió no tratar de forma condescendiente al espectador, dejando que fuera el público quien forjara su propia opinión sobre lo desgranado. En mi opinión existe cierta metáfora alrededor del viaje hacia sitios menos trágicos y deprimentes que supone la inyección de heroína en vena, quizás el único camino que podía tomar una juventud para la que no existían mejores vías a las que atenerse. Existe por tanto cierta crítica a la sociedad fotografiada, pero sin señalar culpables claros. Quizás porque todos somos culpables de los acontecimientos que suceden a nuestro alrededor si nos limitamos a transitar por nuestra existencia sin tomar partido. O tal vez porque el sistema está tan podrido y corrupto que actúa como una especie de Saturno que devora a sus hijos como un hecho usual al que no hay que prestar mayor relevancia.
27 horas se eleva por tanto como una tragedia griega que inunda los ojos del espectador a través de su brillante esbozo de una realidad social aún vigente en nuestros días. Tan solo hay que intercambiar el nombre de heroína con el de otros vicios contemporáneos, puede que no tan nocivos para la salud física aunque sí para la mental y espiritual. Veo en los ojos de Jon los miedos y angustias que perturban a nuestros jóvenes actualmente. Y eso engrandece a esta obra tan atemporal como magistral.
Todo modo de amor al cine.