Si existe un género con muchos padres (aunque casi cualquier género cinematográfico peca de masculinidad en sus inicios), ese es el que abarca la ‹nouvelle vague›. Lo bueno de este movimiento francés es que podemos definir también a una madre, una mujer pionera que puso sobre la mesa su propio punto de vista y creó maravillosas historias impregnadas de realidad con el estilo inconfundible de la nueva ola. Ella fue Agnès Varda, y hablo necesariamente en pasado porque es una de las recientes pérdidas que todavía nos sorprenden, más si pensamos que esta misma semana ha llegado a cines una de sus retrospectivas cinéfilas bajo el título Varda por Agnès, donde repasaba su propio cine sin la intervención de otros, frente a frente con su obra.
No es algo nuevo para ella, siempre ha estado interesada en aquello que la rodea, en ese individuo que llevando una vida normal, va a dejar un poso de fascinación tras su radiografía. Lo hizo con anónimos, lo hizo con el que fuera su marido Jacques Demy, y no dudó cuando quiso hacerlo con sus películas, personalizando más si cabe el reflejo de un pasado que nunca queda desactualizado.
Puede que en el rostro de Varda se fueran sumando arrugas, y a su espalda recuerdos, pero su cine no ha perdido ni un ápice de interés. Su última aventura (a pie de calle, sabiendo que Varda por Agnès era una introspección) vino acompañada del fotógrafo JR, dando lugar a la aplaudida Caras y lugares, pero Varda ya sabía muy bien lo que era fotografiar y escuchar a la gente de la calle. En los 70 hizo un recorrido más corto en distancia pero profundo y encantador como pocos en Daguerrotipos (Daguerréotypes).
El daguerrotipo fue el primer formato fotográfico, cuyo nombre surge de Louis Daguerre, visionario que da nombre a la calle Daguerre, en el distrito 14 de París, lugar donde vivía Agnès, y motivación principal del documental que nos ocupa. La directora sigue dos máximas en el film, la quietud de la cámara necesaria para que el daguerrotipo fuese perfecto, y como consecuencia, el retrato de cada uno de los personajes con los que se encuentra. Varda se fija así en tenderos, peluqueros, carniceros y demás personalidades vitales que conforman un barrio como comúnmente conocemos; ellos son el objeto a fotografiar, aquel del que sacar toda la información que irradia una vez impresa la imagen en un papel.
Sin perder de vista todos esos tics que hacen reconocible la ‹nouvelle vague› y que sirven de trasfondo para la película, Varda sabe hilar aquello que pregunta directamente mirando a cámara, o la cotidianidad de los actos que se realizan en cada profesión a diario, profundizando poco a poco en la persona y sus anhelos y sueños, sin perder de vista por un solo momento todo lo que a ella le ha fascinado en su paseo por la calle Daguerre. Ejemplo de ello es la mujer del perfumista, la cámara va desviando su mirada hacia ella, que mantiene el silencio y la mirada algo perdida, pero nos contagia el interés que despierta en la directora, simplemente queremos un poco más de ella. Así construye pequeños y sencillos retratos que parecen no ser más que un ocurrente repaso del día a día de un barrio cualquiera, pero ella sabe dominar sus formas para que la belleza del ahora quede impregnada en sus imágenes sin envejecer más allá de los bordes de cada foto, y sin obviar la magia de lo que queda reflejado —literalmente, cuando aparece el mago en pantalla—.
Daguerrotipos es uno de esos documentales precursores en los que contar los hechos no impide ver el estilo de la directora, personalizando la imagen para contar una nueva historia con tintes realistas —no pierde el interés por lo que quieren contar todos aquellos que aparecen, y cómo se relacionan con el mundo— pero visionado ‹arty› —no por ser un documental hay que perder de vista la palabra «cine»—. De lo próximo a lo imaginativo, Agnès Varda ha dejado un legado único, convirtiéndose Daguerrotipos en una parada imprescindible en su cinematografía.