Trenes, agua, relojes y motocicletas. Elementos todos ellos que preconfiguran las obsesiones conceptuales que Bi Gan, nuestro director de la semana, expandiría en la recientemente estrenada Long Day’s Journey into Night. Todo es una cuestión de tiempo con el espíritu de Tarkovsky planeando sobre el metraje. No solo en la composición de planos y en la “escultura” del tiempo, sino también en recuperar esos elementos que marcan la fluidez del marco temporal.
La paradoja llega a su culmen en cuanto a la discreción del uso de conceptos y su disposición durante el metraje enfrentados al dispositivo formal usado. Así, en el primer tramo del film, Bi Gan opta por un cierto estatismo de planos, dejando que sean los elementos los que den fluidez para pasar a esa marca de la casa en forma de largo plano secuencia donde el movimiento es continuo y lo conceptual se disipa en forma de apunte.
Si bien el director está interesado en narrar, en poner sobre el tapete una trama, opta por la fragmentación, por la disgregación en forma de mini puzzle, donde las piezas no siempre encajan con la perfección debida. No estamos pues ante una muestra de cine contemplativo, sino ante una suerte de thriller ‹sui generis› que deja tanto espacio a la reflexión como una continua puerta abierta al misterio, casi lindando con lo fantástico.
Kaili Blues no está exenta, sin embargo, de una exploración de la cotidianidad. El foco, no obstante, se aleja de cualquier atisbo de cine social. No está en la pretensión de Bi Gan el lanzar una crítica (velada o no) a la sociedad en que vive, ni tan siquiera un elogio basado en la nostalgia o cierta reivindicación de la ruralidad en forma de cuento de exaltación bucólica, no. La cámara, esencialmente en el plano secuencia, se limita, a pesar de su cercanía con los personajes, a mostrar con distancia un fresco sobre el entorno, sus habitantes y sus usos diarios.
Quizá, precisamente por ello, y a pesar de esos lindes con la paradoja espacio temporal, no se produce en ningún momento la sensación de extrañamiento o de imposibilidad argumental. Al contrario, lo que consigue Bi Gan es crear un espacio que deviene casi mitológico en tanto que se presenta como un espacio donde todo es posible, donde la miseria y el gangsterismo pueden convivir con un romanticismo estoico, con el drama solapado. Todo ello creando un ecosistema existencial tan real como el paisaje natural retratado.
Kaili Blues no pues tanto un film como un trayecto. Una invitación a un viaje que no solo recorre los parajes naturales de la provincia de Guizhou (con recitado irónico de guía de viajes incluido) sino también las emociones de su protagonista en un acompañamiento sensorial, a veces hipnótico, a veces fotográfico en cuanto a veracidad de lo expuesto.
Podría calificarse muy fácilmente a Bi Gan, visto lo visto, como un director de lo estético, más pendiente de poner de relieve su manejo de lo formal y la plasmación de sus referentes que de ponerlos al servicio de su película. Nada más lejos de la realidad: Bi Gan muestra una capacidad sorprendente de crear desde el detalle, del concepto temporal y de un marco geográfico real, un universo propio donde la sorpresa, la emoción y la violencia (siempre ésta en un fuera de campo oral) conviven de forma natural, reconfigurando la realidad en forma de poesía elíptica. Sí, Bi Gan consigue en Kaili Blues redefinir la narración cinematográfica, convirtiendo lo prosaico en un conjunto de versos libres que invitan a descifrarlos sin obviar que, a veces, lo mejor de un enigma no es su resolución sino el proceso a seguir para llegar a ella.