Se podría decir que la ubicuidad de la fotografía tiene como consecuencia no sólo la banalización de las imágenes capturadas sino de nuestra realidad. Y como contaba Susan Sontag en nuestra sociedad inmersa en la cultura de las imágenes también la realidad ha perdido su esencia en favor de su registro. Ya no ocurre como en civilizaciones distintas a las modernas occidentales —en otras más próximas a la naturaleza— en las que lo real y el objeto que lo reproduce se consideraban como diferentes expresiones de una materia que compartían un alma, sino que ahora consideramos la imagen más real que la realidad per se. Una realidad que se destruye en el proceso de su prolífica apropiación a través de medios fotoquímicos o digitales. Carla Andrade huye de estas imposiciones e intenta producir imágenes que contengan el valor perdido de la contemplación, usando como punto de partida en la creación de El paisaje está vacío y el vacío es paisaje (2017) una frase del poeta coreano Dalchin Kim para evocar a través del descubrimiento de diferentes panoramas del desierto de Atacama la visión del mundo de las culturas andinas. Una visión que entrelaza lo cotidiano con lo espiritual y la forma de relacionarse entre los individuos, ligados a una perspectiva única sobre el cosmos y los eventos que suceden en la Creación.
Una aproximación similar se podía encontrar recientemente en Trinta lumes (Diana Toucedo, 2017) en el retrato de una comunidad rural con un modo de vida en peligro de extinción y un entorno natural exuberante a merced de los elementos donde lo sobrenatural hace acto de aparición con total normalidad en el mismo. Una realidad que la cámara intentaba explorar como forma de entender la mirada sobre el mundo y la vida de sus habitantes, como reflejo de su conexión con la muerte y peculiar concepción del tiempo. Andrade también introduce como algo crucial el paso del tiempo en sus imágenes y estructura el montaje de su obra a través de una serie de prodigiosos planos generales estáticos con la presencia de enormes accidentes geográficos —las montañas, el océano, un horizonte infinito— en los que la actividad de los fenómenos metereológicos (de la lluvia o el viento o una tormenta eléctrica) crean movimientos, texturas y colores particulares. Una propuesta puramente observacional intensificada con el uso de la banda sonora que parece ocupar las imágenes con una cualidad indescriptible según avanza la experiencia de su metraje. La singularidad de la atmósfera se extrae de la luz de estas localizaciones —tan peculiares y ajenas para un espectador urbanita—, de su reflejo en el agua y su filtrado a través del polvo omnipresente en el ambiente característico del lugar.
La experiencia estética trasciende aquí lo visual como ejercicio de introspección, no sólo en la composición de sus planos sino también en la fragmentación y la reproducción de la realidad que pretende abarcar. La forma de mirar está determinada por nuestra cultura y a la vez esa cultura está mediatizada por el paisaje en el que existe. La mirada a este paisaje desierto propone un acto de reflexión absoluta. Nosotros como testigos somos conscientes de alcanzar nuestra proyección en lo observado, mientras lo observado nos mira a nosotros y descubre algo de nuestro aura, de nuestra verdad. Lo mágico está comprendido así en una relación directa —imposible de cuantificar— entre el individuo y la naturaleza que la cámara permite cuestionar. El paisaje está vacío y el vacío es paisaje es más una búsqueda, una exploración sensorial, casi sensual, de la experiencia humana presente y pasada con aquello con lo que ha perdido contacto a través del progreso y la industrialización de su existencia.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.