Armin trabaja como operador de cámara para un canal de televisión, aunque no está en su momento más inspirado y parece que su despido será inminente. El mercado del trabajo como marco amenazador para el ciudadano contemporáneo, pero, no, la película no trata sobre esto. Porque después Armin llega a una discoteca en la que conoce a una joven que luego le acompaña a su apartamento. Si en su empresa todo ha sido un desastre, parece que las relaciones esporádicas se le dan bien, aunque la chica se mosquea y lo deja plantado. Así que tampoco va sobre su vida social. Al día siguiente debe viajar a la casa de campo porque su abuela yace agónica en su cama. Pasará los últimos días de su existencia con ella y el padre. Hasta que una mañana el maduro Armin se despierta pero solo se encuentra con el cadáver de su abuela, un perro, además de muchos vehículos abandonados en la carretera. Tal vez sea el último hombre vivo en los bosques de Baviera. Ahora parece que está solo de verdad. ¿O quizás no?
El inicio de In My Room lo componen unas colas de informativos, esos vídeos en los que la cámara está grabando antes de ser colocada sobre un trípode, mientras da instrucciones a los entrevistados. Durante algunos minutos se pueden contemplar estos descartes que resultan divertidos hasta que Armin es abroncado por el productor de la cadena de televisión, después de revisar todo el material grabado y comprobar que lo único que tienen registradas son esas colas. La secuencia se comprende sin necesidad de apoyos por una explicación o algún rótulo que identifique las acciones de los personajes, un punto a favor de Ulrich Köhler, el autor del film. El cineasta regresa al cine siete años después de su anterior obra, El mal del sueño, y demuestra su buena mano como narrador audiovisual. Una capacidad que le sirve para rodar una historia que se desarrolla por la deriva ilógica más absoluta.
Las razones que propician la incomprensión al ver el relato se deben tanto a un guión que salta con ligereza por géneros, desde la comedia costumbrista al drama, pasando de la ciencia ficción realista, o el de aventuras al romance. La mejor forma de unir tal amalgama genérica es una construcción narrativa audiovisual unificada, que sigue al personaje sin retroceder, atenta a las acciones más cotidianas —quizás demasiado, en ocasiones, por detalles escatológicos puntuales—. Persigue también con un punto de vista consecuente, otras actividades que demuestran cierta superación del protagonista en su condición de superviviente. Este segundo acto que lo asemeja más a un náufrago abandonado, perdido en un mundo que comparte con algunos animales domesticados como el caballo sobre el que se desplaza; la cabra que salva y ayuda a dar a luz, posteriormente; o algunas gallinas de su corral. El tono aventurero en esta parte del metraje, quebrado por alguna situación de peligro o la incursión de canes que rapiñan por el entorno, son el período más afortunado de la película por coherencia temática. Incluso cuando aparece otro personaje principal, la extranjera Kirsi, una joven nómada que lo salva después de un accidente. El relato de aventuras continúa varias secuencias, para colisionar después con una crisis de pareja que ralentiza la fuerza de la segunda parte.
La banda sonora se compone por efectos ambientales y ausencia de música salvo la introducción del Adagio de Samuel Barber o música de baile que reproducen Armin y Kirsi en ordenadores o radios. Los monólogos que pronuncia en su soledad el protagonista, acompañados de conversaciones breves entre la pareja, resultan escasos. Todo esto forma una textura sonora que ayuda al realismo en un film difícil de catalogar, complicado de adivinar o seguir por sus giros argumentales. El abandono de espectadores en la sala no suele ser un dato muy fiable para demostrar las peculiaridades de un largometraje, aunque en este caso sí de la extrañeza en una producción muy coherente audiovisual y formalmente. Pero desordenada frente a un contenido libre, flexible e incoherente en sus resultados.