En el año 1992 Gerhard Gundermann se reúne con cinco músicos para formar una nueva banda con la que pueda salir de gira y grabar sus canciones. El cantautor sigue trabajando como operario de una grúa enorme desde que comenzó en la mina, a mediados de los años setenta, dragando cantidades de litio y carbón. Antes fue expulsado del ejército por no hacer honores a sus oficiales y pasó a formar parte del partido obrero por los sindicatos. Pero la vida del compositor rockero tiene tantas capas como las que excavan en el yacimiento cada día. Su pasado oculto como informante para la Stasi cambiará la percepción de sus amistades, seguidores y compañeros de trabajo. Mientras que él seguirá con sus deseos, sus letras y sus canciones, como un canto rodado, veta tras veta, sin descanso.
Andreas Dresen escoge la volcánica biografía de un minero socialista, muy famoso en la RDA en los ochenta y noventa por ser un compositor que cantaba sobre su tierra, la vida, el trabajo y el amor. Una contradicción andante respecto a su condición humanista, limitada esta por el arnés de un partido político al que no respetaba totalmente, aunque siguiera sus consignas antioccidentales mediante la delación de posibles desertores que cruzaran la frontera hacia la RFA y occidente. El veterano director demuestra su músculo narrativo alternando dos líneas temporales con un solo protagonista. Al inicio un rótulo indica que los integrantes de la banda del músico viven en el año 1992. Después de la secuencia de arranque, la historia retrocede mediante otro rótulo a 1975, dentro de la maternidad de un hospital en el que conoceremos a Linda, cantante de la primera formación de Gerhard, amor platónico, madre primeriza y esposa del guitarrista del grupo. Dresen salta de un tiempo tratado como el presente, tanto si es la década de los noventa como si vuelve a los setenta y ochenta, sin necesidad de recurrir otra vez a la información adicional del año por sobreimpresión. En un principio podría parecer confuso el baile de los sucesos, pero la fluidez del guión escrito por Laila Stieler —una guionista que ya ha colaborado con el cineasta en varios largos— avanza y retrocede por las dos líneas temporales con un ritmo constante.
Gundermann no se recrea en la nostalgia de tiempos pasados frente a otras aproximaciones a la historia mundial o europea reciente, en concreto de Alemania oriental. Tampoco mete el dedo en la llaga de la falta de libertades que sí se muestra en producciones similares, sino que presenta a los habitantes de aquel lado de la frontera como jóvenes idealistas, críticos con el anquilosado sistema de partido imperante. Esa visión de una democracia algo reprimida se puede conectar incluso con los políticos contemporáneos, más pendientes de la formación política de la que son miembros que del electorado que los vota en las urnas. Se agradece por tanto que la ambientación no responda a una Alemania oriental apocalíptica, gris, fría y deprimente como la que se muestra en otras películas. No es que sea el paraíso soñado pero tampoco el infierno recreado en títulos similares.
El cineasta sostiene dos horas de metraje que sintetizan la biografía del famoso trovador alemán —eso sí, desconocido a este lado del muro— en los últimos veinte años de su existencia. Un desconocimiento del protagonista por parte de los europeos occidentales, que se puede solventar con la búsqueda de numerosa información acerca de su vida y las canciones que se pueden escuchar por la red. El mayor acierto de Dresen es el punto de vista que mantiene sobre el personaje, al que parece juzgar en ocasiones pero al que no puede condenar porque ni siquiera el mismo Gundermann fue capaz de reconocer sus traiciones, por medio de los chivatazos e informaciones que pasaba a sus superiores del partido. Esta insistencia en buscar un arrepentimiento que no llega en la ficción, como tampoco sucedió en la realidad, es uno de los rasgos diferenciales frente a otras biografías que dulcifican o elevan a categoría de santos la vida de sus protagonistas. Tal vez sobra cierta reiteración en los sucesos oscuros que se remarcan en numerosas escenas. Podría haberse afinado mejor la correspondencia entre la evolución musical del protagonista y la forma en que se ruedan esas canciones, sin necesidad de recurrir a la forma del videoclip con encadenados en uno de los temas que parece más famoso. Pero Gundermann funciona como una buena película que persigue a su retratado, más humano que heroico. Un personaje repleto de contradicciones que se muestra sincero en las escenas introspectivas mientras trabaja en la mina. Juguetón en las actuaciones musicales. E impenetrable en sus convicciones ideológicas.