Jia Zhang Ke relaciona lo inmenso con lo imperceptible. Él tiene un cigarrillo en la mano, cierra levemente los ojos cuando aspira el humo y lo vuelve a apartar. Ella coge el cigarro con rapidez, fuma y lo deja en la misma posición entre los dedos de él mientras exhala. Ella mira el volcán silencioso, y declara que la ceniza que quedará tras su erupción será la limpieza más pura que cualquier fuego pueda conseguir. Él coge un pitillo y se multiplican las llamas frente a su rostro. Ella venera un icono moviendo incienso prendido frente a la figura con estudiados y ceremoniosos movimientos. Él y ella, el humo que les envuelve, la llama que se niega a ser extinguida, y como resultado, las cenizas como resultado de su existencia.
El ‹Jianghu› es la clave, una especie de tótem identitario. Acercándose por primera vez al mundo criminal, y convirtiéndolo en contenedor de historias más que en una pasión reveladora, la palabra va cambiando su significado en relación a los dos amantes que protagonizan el film. En La ceniza es el blanco más puro, el director parece observar el paso del tiempo bajo sus propias normas para que esa evolución persista. Tal vez no sea la primera vez que lo haga, pero, en cierto modo, sabe consolidar unas mismas pautas durante distintos fragmentos de la vida de sus protagonistas. Es la tensión que distancia dos cuerpos, que al principio parece totalmente innecesario contactar, pero que tal y como todo avanza, enfatiza una falta de tacto que se convierte en una reflexión mundana sobre lo imposible. Es silencioso y delicado, apenas perceptible, pero terminamos respirando los milímetros que existen entre ellos. Y es triste y venerable a la vez.
Aún así, el tiempo fragmentado es demasiado ambicioso como para malgastarlo en una historia de amor. Para el director no hay una exclusiva confianza en Tao Zhao —el pilar imprescindible de Jia— y Liao Fan, se percibe cierto afán por iluminar todo lo que las regiones visitadas de China le ofrecen. Están las revoluciones energéticas, en su paso del carbón al petróleo y luego a las eléctricas, y con ello, el movimiento de la civilización, la desertización de las zonas explotadas, el rugido de la marabunta. Nos desplazamos en distintos medios de transporte que van elevando su velocidad y estabilidad al recorrer espacios, así como aproximando a sus pasajeros. Vemos cómo los móviles en manos de Qiao van cambiando de forma, como también lo hace el modo de relacionarse con el mundo. Encontramos todos esos referentes milenarios a su propia cultura —el respeto entre hermanos, el intercambio de presentes solo entre mujeres en presencia vigilante de los hombres, los ejercicios de Taichi, los rituales religiosos, la acupuntura— con la incipiente curiosidad por lo occidental que parece imprimir de vez en cuando algún personaje —los bailes de salón, la música disco, los OVNIS— y todo se traslada al minutaje que obliga a evolucionar, sin apenas reparos, a la sociedad china. Y nos vuelve a influenciar un mismo pensamiento, que Jia ha cogido algo grande y potente, y lo ha erosionado hasta el detalle, para relatar su nueva historia de violencia.
Hay un ensalzamiento hacia la figura del mafioso más allá del ‹jianghu›, una reticente mirada a sus bajos estratos donde se confirma esa violencia, un aire seco donde ser el dominante es una ardua tarea, donde cualquiera puede perder la seguridad de mantenerse poderoso. Parece que el castigo físico es una muestra necesaria para aquellos que quieren manejar los hilos, y el director lo hace efectivo en distintas ocasiones sobre el cuerpo de Bin, mientras mantiene la cortesía entre conocidos, siempre severa y referente a una deuda nunca expuesta, sin importar ese ya citado paso del tiempo.
Una vez resuelto un entorno marcado por la realidad, las pesadas miradas que no parecen encontrarse de Qiao y Bin nos sumergen en su intrincada relación, pudiendo discernir entre su complicidad y la arrogancia con la que deben enfrentar el mundo. A Bin solo le conocemos a través de la mirada cercana de Qiao, y lo relacionamos con su forma de entender el poder —y a su vez, el estancamiento vital de las mafias y sus motivaciones—, pero es ella quien consigue desvelar con más carisma su evolución, dando paso a una mujer fuerte, capaz de componer su vida con una clara determinación, mientras Jia Zhang Ke nos niega el simple «sobrevivir» que se espera, rompiendo en ocasiones su discurso con breves encuentros con el universo, esos que solo la majestuosidad de la naturaleza consigue arrancar. Bin se sienta en una sala llena de hombres para ver un ‹heroic bloodshed›. Años después Qiao tararea sentidamente una popular canción de amor en la butaca de un teatro. Ambos son algo más que el reflejo del otro, pero están condenados al encuentro, al relevo en sus vidas, a la pérdida y el nuevo comienzo. ¿De las cenizas se vuelve a resurgir?
Hay una mirada fría y distante que consigue el efecto opuesto en sus imágenes, la sangre se desliza con brío por personas que parecen deberse demasiado, incluso cuando manejan el lenguaje con impostada intención de crear poesía en sus labios. Hay una aceptación de lo que mejor conoce el director y como quien brinda por un futuro exitoso, Jia Zhang Ke vuelve a sus lugares comunes para conectar con él y su La ceniza es el blanco más puro.