Los Breyer son un matrimonio ya treinteañero, sin hijos. Una noche reciben como regalo la llegada de un bebé perdido en el bosque cercano a su casa, después de lo que parece haber sido un accidente. El pequeño Brandon crecerá gracias al cariño de sus padres y familia adoptiva en Brightburn, una localidad tranquila en algún lugar interior de Norteamérica. Cuando cumple los doce años comienza a comportarse como los demás adolescentes. Habla menos con los mayores, tiene algunos ataques de ira, miente a menudo, además de sufrir un extraño sonambulismo que lo empuja a buscar algo en el sótano del granero. Aunque lo peor, quizás, sean sus planes de conquistar el mundo.
En la sinopsis previa no existe la intención de adelantar acontecimientos que resten intriga al segundo film dirigido por David Yarovesky. Tampoco en el tráiler tolerado o en el más brutal, usados para promocionar esta producción. Pero sí es cierto que la taquilla obliga a vender El hijo por sus conexiones con uno de los superhéroes más clásico que se conoce. Superman, por supuesto. En efecto, la referencia es consciente desde su guión hasta el momento que se plantean los posibles trucos condicionales u otras especulaciones sobre cómo crecería en la vida real un ser tan poderoso. Los guionistas y equipo técnico-artístico responden de forma contundente a esa cuestión. Ahí está la esencia de la película.
Aunque Yarovesky haya colaborado anteriormente con James y otros hermanos Gunn en tareas derivadas de Guardianes de la galaxia como es el videoclip Inferno, el realizador olvida en esta ocasión la comedia, para sumergir al público en una buena muestra del horror. Porque supera la tentación de relajarse con el humor y entra de lleno en un metraje que progresa desde un drama costumbrista hasta el terror más estricto, tanto en explosiones sangrientas, contundentes y secas en su captación. Uno de varios factores extraños en un film financiado por un estudio importante se repite después de las ejecuciones que suceden en pantalla. Son escenas crudas pero más respetuosas de lo habitual en el cine de terror, gracias a la empatía que se puede sentir por las personas, conscientes de una muerte inminente. El sufrimiento suele ser una sensación regateada en la mayor parte del cine de terror, suspense o acción, al ser sustituido por coreografías de violencia o sadomasoquismo exhibicionista. Sin embargo Yarovesky maneja la tensión, el impacto y la inclusión de breves fotogramas extremos que nos sitúan en el punto de vista de los asesinados.
El tratamiento cromático en tonos pardos más una gama extensa del rojo, la oscuridad reinante o el vestuario reciclado —capucha de fieltro incluida— del protagonista logran un acabado formal mucho más adulto del común a la vertiente de superhéroes, en la onda de M. Night Shyamalan, de los primeros trabajos de Sam Raimi y otros precursores. Pero a pesar del argumento coincidente a trazos del cómic de aquellos, El hijo nunca deja de lado su condición de artefacto terrorífico bien desarrollado y mejor concluido. La sorpresa del largometraje consiste en su separación radical del referente gráfico creado por Jerry Siegel y Joe Shuster. La acción se desarrolla en un entorno rural, los padres viven en una granja y la escalada de sucesos se desarrolla de manera parecida. Aunque todo resulte diferente. Si Superman era un entretenimiento colorista, imaginativo a la par que festivo, Brightburn —título original además del nombre del pueblo y del mismo personaje cuando se disfraza— es una proyección negativa de las características del modelo deformado. La base para el cineasta es desarrollar una historia macabra en la que nos guía un personaje en crecimiento. Un adolescente temprano e inmaduro que va conociendo su inmenso poder, decidido a utilizarlo para hacer lo que quiera. Brandon se comporta como un púber de su edad, de forma egoísta, curiosa, sin delimitar lo que agrede o ayuda a las personas de su entorno. Ya se han comentado las secuencias más claras en situaciones límite, de peligro que son la punta del iceberg oculto bajo ellas. La razón son esas reacciones cotidianas de furia que manifiesta el hijo a sus padres. Primero cuando sus tíos le regalan un rifle para cazar. Si ese dato ya resulta fuerte para alguien fuera de aquella sociedad, consigue inquietar más con las respuestas del chico. También aumentan los escalofríos al ver la cara de su padre cuando el niño se enfrenta a él en la casa, ante el gesto desvalido del progenitor viendo la fuerza de Brandon y la desmesura de su enfado.
Por si fuera poco, la planificación de las secuencias más sobrenaturales transcurren de noche, enmarcadas por escenarios familiares como las casas de campo, carreteras comarcales y entornos naturales iluminados por un firmamento despejado pero en penumbra. La visión del poderoso levitando, siempre en silencio, vigilante y opaco en sus intenciones. Hasta el canto de los grillos enmudece en los instantes previos de tensión, antes de los estallidos del protagonista. Con un uso ejemplar de los planos generales nocturnos, la escala del peligro en contrapicado titubeante, frente a planos picados estables.
El hijo —o Brightburn si se prefiere— da como resultado un acercamiento al cómic como medio expresivo por la fuerza de las novelas gráficas, con la calificación certera de mayores de dieciséis años que, sin ser moralista, resulta una buena declaración de intenciones para un producto que intenta ser promocionado para cualquier público. La incógnita será ver la reacción de los espectadores ante una película que formaría parte de un buen maratón con Thelma y The Prodigy, historias que surgen de un punto de partida similar pero se identifican por un tratamiento más poético en el primer caso, o de suspense en el segundo. O con Diamond Flash en cuanto a profundidad y textura.