Daniel es un ingeniero argentino emigrado en Asturias, encargado de la prospección, que debe bajar a la mina y, al igual que Bartleby el escribiente, «preferiría no hacerlo». Tras un descenso amenazador recorriendo centenares de metros, el titulado busca una veta de carbón acompañado por José y Soto, dos veteranos en aquel yacimiento. Al llegar a una zona en la que María y Radek se hallan cavando, un derrumbe de las galerías los atrapa a los cinco, después de quedar sepultadas todas las salidas debido a la caída de una gran cantidad de tierra. Aunque pueden conseguir agua por las filtraciones desde el exterior, el aislamiento, la falta de comida, la incomunicación y un largo cautiverio pondrán en peligro la vida de los desgraciados mineros, enterrados en el túnel.
Siete años después del estreno de su cortometraje La mujer del hatillo gris, el director y guionista Luis Trapiello regresa a los yacimientos de su Mieres natal, para rodar un film que pivota entre géneros como el drama, el terror o el suspense. Apoyado en un guión propio que puede recordar antiguas noticias de mineros perdidos o sepultados, el cineasta despeja los argumentos sociales, políticos o críticos para sumergir tanto al reparto como a los espectadores en una historia de supervivencia, presentada con pulso firme, concisión y un enunciado directo al inicio. Desde el inquietante contrapicado encuadrado desde la cesta del ascensor, mostrando los cables que sostienen y mueven los engranajes durante la vertiginosa bajada a las profundidades, seguido por el plano fijo de tres hombres silenciosos en el elevador, una imagen mantenida con el descenso durante más de un minuto, bajando en el elevador. Rematando la secuencia de arranque con la reducción del hueco que se aleja, proyectando la luz exterior, una ventana que se hace más pequeña, hasta desaparecer. Trapiello muestra con esos tres cortes de plano, en apenas un par de minutos, que el infierno está muy cerca de los personajes. El tono del film evoca por casualidad involuntaria el de la novela Marcos Montes, escrita por David Monteagudo. Las dos tramas confluyen en el escenario y el punto de partida. En el caso del escritor gallego recurría al fantástico como marco genérico del libro que transcurría en un entorno totalmente oscuro, sin luz, que sí podía ser descrito literariamente. En el polo opuesto, el director asturiano construye un relato más próximo a la aventura, con resonancias teatrales en las secuencias que transcurren en el túnel que los atrapa, justificando el uso de unas pocas bombillas alimentadas por un generador eléctrico.
La estructura narrativa que salta desde la situación desastrosa que oprime a los personajes, hasta los recuerdos recientes del pasado de Daniel, conforma un puzle extraño en el devenir de los acontecimientos. Los flashbacks de la superficie se centran en la ruptura conyugal del protagonista con Marga, su mujer, que trabaja también para la explotación minera. La particularidad de las escenas es que recurren a sensaciones oníricas con las apariciones de un cervatillo que Daniel regaló a su hijo tras una cacería. También se completa esta textura del sueño en el desorden de los recuerdos que superpone o descompone la memoria de Daniel. El contraste se refuerza al volver desde ese pasado sentimental al presente agobiante de la cueva, clásico y funcional en su exposición visual, aunque con varios elementos que proporcionan una sensación de extrañeza continua, por medio de la puesta en escena, las posiciones de los personajes y sus miradas dentro del plano. Porque Daniel siempre actúa solo, aunque hablando constantemente con unos compañeros que asemejan un coro premonitorio en los avatares que los someten dentro de la mina.
El desarrollo formal se refuerza por una banda sonora musical a cargo del compositor Ernesto Paredano, una composición de melodía envolvente, nervio dramático; una partitura que saca todo el provecho de los sintetizadores. Unida esta música al trabajo de sonido directo y efectos sala que consiguen un ambiente prácticamente orgánico, siempre hostil para las cinco víctimas. El trabajo de fotografía sintoniza perfectamente con la sugestión de todas las pistas sonoras, sin resultar plano ni preciosista, pero cuidando los encuadres en un formato ancho que usa bien la proporción de pantalla.
Enterrados se perfila como una ópera prima potente sin resultar redonda en su totalidad. Sin embargo sus responsables arriesgan en el tema tratado, el tono, las expectativas del público y las sorpresas argumentales que no resultan gratuitas porque se ofrecen señales sutiles durante casi todo el metraje. Puede parecer errática en la longitud de algunas escenas familiares fuera del encierro, pero esta confusión tiene su recompensa en la resolución. Por supuesto ayuda Joaquín Furriel, el actor protagonista que soporta con su presencia y primeros planos la complejidad emocional de un personaje más volcado en las acciones físicas. Sus cómplices en escena ofrecen réplicas, contrarréplicas, acento bable, con la veracidad de los intérpretes José Antonio Lobato, Manuel Pizarro y la maestría de Candela Peña en un papel que crece con cada intervención.
Enterrados ganó el premio RTPA en la edición de 2018 del FICX al mejor largometraje asturiano, aunque su mejor galardón es la oportunidad de poder ver en salas una coproducción hispano argentina que se desmarca de tendencias actuales, más cercana a la textura del cine español de los años setenta, realizado con la coherencia audiovisual de un cineasta que no renuncia a ningún elemento técnico o artístico que sea provechoso para la película. Una forma de hacer cine que merece la pena retomar en el panorama cinematográfico contemporáneo.