Vivir deprisa, amar despacio se muestra casi como un film de pequeñas situaciones, de gags entre lo cómico y lo triste, que no acaban de funcionar como un todo completamente cohesionado y sólido. El resultado de todo ello es la sensación de irregularidad, de no acabar con dar con la tecla definitoria del tono. Sin embargo, yendo un poco más allá, no cabe duda de que el film de Christophe Honoré, a causa precisamente de este vaivén tonal, se puede interpretar como una película absolutamente libre, como un divertimento que lucha por no caer en la gravedad del sermón ético o moral a pesar de los asuntos tratados sin renunciar, eso sí, a la profundidad que requiere.
Francia, años 90, la homosexualidad, el amor, la enfermedad, la crisis existencial y profesional. Todo ello condensado en las pequeñas microhistorias que se entrelazan entre diversos personajes de diferentes edades, estratos y profesiones que tienen en común una búsqueda abstracta de sí mismos. Un deambular que a veces es desesperado, a veces melancólico pero también con espacio para una diversión entre irónica y auténtica.
Son tiempos de armarios que se empiezan a abrir parcialmente pero sobre todo de encuentros en espacios públicos casi privados. Es en este contraste de luz y oscuridad, de libertad y clandestinidad donde Honoré juega su baza más política y reivindicativa, dejando que el subtexto fluya sin ahogarlo en el discurso explícito.
De alguna manera Vivir deprisa, amar despacio supone una cara B de 120 pulsaciones por minuto donde el conflicto y el drama se sitúa en la periferia del mismo sin caer en una banalidad lúdica. Posiblemente se podrá acusar a Honoré de cierta superficialidad al prescindir de crudeza en el retrato de la enfermedad o de pasar de largo al respecto del prejuicio hacia la comunidad gay, no obstante este no es el objetivo del director. Este no es un film manifiesto, ni tan solo de denuncia, sino un intento de ser un fresco, un fragmento de un lugar y unos personajes donde interesa poner el foco en el hecho de que, a pesar de las dificultades, también hay espacio para la vida, para el placer, el amor y también la tristeza.
Porque no hay que llevarse a engaños, el tono desenfadado del film encierra en sí mismo la contradicción de la furtividad, de la brevedad del instante y de la velocidad del (des) encuentro. No en vano ya desde el título se da relevancia a dicha contradicción, a la necesidad de quemar etapas vitales a toda prisa mientras se intenta saborear cada pequeño instante con la fruición de que puede ser la última.
Sí, estamos ante un film de matriz entre hedonista y nihilista donde el pesimismo tomado como causa existencial no existe. Solo un ‹laissez passer› vital con resonancias poéticas de belleza transitoria. Vivir deprisa, amar despacio puede que no aporte gran cosa en un sentido formal pero si consigue su propósito de abordar sus presupuestos temáticos desde un punto de vista que combina el desánimo con la reivindicación del ‹joie de vivre›. Algo que parece fácil pero que en el film de Honoré se antoja meritorio.