Un viaje en el que confrontar dos carácteres: él, recluido en sí mismo, distanciado ante un trayecto que no parece complacer sus expectativas y susceptible acerca de una situación que se nos va descubriendo; ella, intentando unir de algún modo aquello que el devenir del periplo vital separó, enfrascada en una búsqueda personal que se acoge al camino trazado, e indagando en una naturaleza que pueda hacer confluir la no-relación que afronta. Sybille y Samuel son madre e hijo, pero sus caminos nunca colindaron como debieran hacerlo los de una progenitora y su vástago; un contraste que el autor de Perder la razón desliza más allá de esas discusiones y reproches que abundan en una travesía que les llevará a un lugar concreto, no tanto físico como emocional: de huida, de aprehensión de una etapa ante la que sólo queda avanzar, dejar atrás todo conflicto en pos de un vínculo regenerado; y es que el trabajo de Lafosse se centra de la misma manera entre dos percepciones que, si bien no desgrana concienzudamente, se antojan cuanto menos difusas. Algo que recoge tanto la forma de otear un horizonte que observan con diferencia —mientras él rechaza de raíz un viaje que considera absurdo, ella busca una convergencia que pueda devolverle ese lazo afectivo roto por el paso del tiempo y las decisiones tomadas—, como la propensión a interpretar el recorrido iniciado desde ópticas divergentes —hecho que el belga refleja con mayor tino en esa secuencia donde la contraposición musical escinde escenarios iguales pero distintos, por la presencia de caracteres que afrontan tal trayecto de un modo diferencial—.
Continuer expone tal separación sin premura, deslizando paulatinamente los ecos de una relación unida y alejada en algún punto por figuras paternas: la de Sybille —desde las enseñanzas de su abuelo a Samuel (especialmente en lo respectivo al cuidado del caballo, animal que les transportará en su periplo, hasta la venta del hogar de este para poder encauzar el mismo)— y la de Samuel —una de las causas del alejamiento producido entre ambos—. Como si de nómadas se tratase en lo que no deja de ser una ‹road movie› donde el itinerario es extrapolado al extenso y basto paraje kirguis, los motivos y consecuencias de ese vínculo roto pronto aparecen: es la propia Sybille quien reconoce, al llegar a casa de unos lugareños que les acogen, que el motivo del modo de ser (arisco y encerrado en sí mismo) y de los constantes enfados de Samuel se debe a ella. La forzosa expedición, a la que ni siquiera renuncia la protagonista en la peor de las coyunturas —incluso ante momentos en que se desvela una brusca hostilidad por parte de él, como por las contingencias del viaje (ya no tanto presentes en los peligros que pueda deparar un terreno desconocido, inhóspito, sino en la aparición del inevitable signo humano)—, supondrá un previsible acercamiento entre ambos, pero también una confrontación entre lo material —sostenido por Samuel y su inseparable Ipod o la necesidad de asearse en un baño que él considere “normal”— y lo, de alguna manera, espiritual —captado en el diario escrito por Sybille, y en la mentada búsqueda personal e interna que mantiene—.
Joachim Lafosse aprovecha a la perfección el inmenso territorio que le brinda el país asiático —y lo contrasta desde el plano en esa lucha entre la culpa y el remordimiento que cargan sus personajes—, y al mismo tiempo las trazas de un costumbrismo que sirven para provocar un acercamiento necesario entre Samuel y aquello que le rodea —escenificado a la perfección en la parada cuyo poblado siente el mismo respeto y devoción que él por los caballos—. El belga compone así instantes en los que es capaz de asomar una intimidad y sosiego imperiosos ante las circunstancias climáticas y el desafío que el propio terreno provee, logrando otorgar entidad propia al relato, sin necesidad de que se sienta un remedo por más que también encontremos algún lugar común. Una sensación que, desafortunadamente, no se traslada a su último acto, donde un remate en exceso apresurado —partiendo de una voz en off que asoma, por primera vez, en ese tramo— y la poca carga dramática —sobre todo, teniendo en cuenta las situaciones propiciadas por el nexo entre madre e hijo— conferida, quizá, a su momento de mayor bagaje emocional, no ofrecen a Continuer la conclusión que, sin duda, parecía merecer.
Larga vida a la nueva carne.