El plano inicial de apertura, aparentemente inocuo y ligero, es en el fondo muy revelador de lo que vamos a ver en Amanda. Un edificio parisino en un día soleado y calmado como contexto de toda una sociedad pequeño-burguesa, con sus dramas del primer mundo pero de calma y felicidad moderadas. Un elemento que parece imperturbable pero que será zarandeado de forma tan impactante como dolorosa.
Mikhaël Hers ofrece un retrato de la desolación, del trauma de la pérdida familiar y el trastorno social provocado por un atentado. Un relato del duelo que, al igual que el ataque terrorista (acontecido en fuera de campo) se muestra tan íntimo como respetuoso.
No es esta pues una narración que busque la pornografía del dolor sino que se mueve en el terreno de la cotidianidad. Un intento de mostrar que la vida sigue a pesar del trauma y de las nuevas circunstancias. No hay, y es de agradecer, una focalización en la orfandad, ni una explotación infantil de la pérdida sino más bien, y este es el verdadero punto fuerte de la película, la exploración de la naturalidad vía detalle, con la búsqueda de todos los elementos subsidiarios que van más allá de la pura necesidad de cuidar a una niña.
Sin embargo este posicionamiento que oscila entre lo dulce y lo distante acaba resintiéndose precisamente por la planicie formal que atesora. Hers parece no querer asumir ningún riesgo que le pueda señalar como explotador emocional y lo fía todo a un guion bien construido y una dirección de actores impecable para generar la empatía necesaria con el drama expuesto.
Lo que consigue con ello es que nunca lleguemos a profundizar totalmente en el dolor y quedarnos sencillamente con una corriente de afecto que por momentos, al no incidir en aspectos político sociales, acaba por derivar en indiferencia, agotamiento e incluso un punto de repelencia ante tanto humanismo de la bondad.
Sí, quizás el principal problema de Amanda es que se siente un producto que quiere pasar de puntillas sobre cualquier cosa que pueda generar controversia (paradigmática es la escena en el mini golf y la pareja de árabes) y se conforma con ofrecer un relato más en la tradición bo-bo francesa que en un análisis exhaustivo de emociones y derivadas sociales.
En el fondo Amanda resulta, en su enfoque y apariencia, una suerte de film muy en la línea de una Mia Hansen-Løve pero en formato descafeinado, que confunde por prudencia (o miedo) el distanciamiento sentimental con el empalagamiento de lo vacío. Al fin y al cabo este es un film que debería, a tenor de su planteamiento y temática, remover el corazón o el cerebro y, al no apostar por ninguno de ambos acaba transitando por una cierta calma del escaqueo.
Como decíamos al inicio, el plano inicial es la metáfora perfecta del film. Calma, buen tiempo y aparente tranquilidad y, aunque sabemos que algo anda mal dentro de ese edificio, la cámara permanece imperturbable en el exterior, quedándose solo en la superficie, en la intuición banal.