Con la reciente pérdida del insigne Jess Franco, se va la principal figura del denostado cine popular español, símbolo totalmente informal de la cinematografía de nuestras fronteras y con una filmografía casi tan extensa como su incontrolable lista de pseudónimos. Franco luchó en defensa de un cine hecho con muy poco dinero pero con mucho oficio, con un incontenible amor por el género y un estigma de rebeldía que lo acompañó hasta su última película rodada apenas hace un año.
La sublevación de Franco a una recatada censura que impedía al director madrileño aflorar la amplía mayoría de sus obsesiones le obligaron recluirse a cinematografías como la francesa o la suiza, bajo la batuta de insignes productores de género como Marius Lesoeur o Erwin C. Dietrich, auténticos impulsores de un cine tan extremo como barato con temáticas tan excesivas que impedían una exhibición dentro de los límites convencionales. De su etapa centroeuropea nace la particular visión que Franco realiza del mito de Jack ‘el destripador’, siendo a día de hoy bastante reivindicada dentro de ese capítulo suizo de la filmografía del tío Jess con pocos productos más o menos acertados.
Bajo el habitual envoltorio ‹sexploitation› podría decirse que Jack el destripador es el arrastre de la mítica figura del célebre asesino en serie de Whitechapel a todo el cúmulo de obsesiones y filias de la filmografía de Franco, comenzando por el propio nombre del protagonista, un Dennis Orloff que casa perfectamente con uno de los caracteres más recurridos a lo largo de la carrera del director. El personaje se retrata najo la hipnótica presencia de Klaus Kinski, en una nueva colaboración con Jess, dando forma a un Jack también inmerso en una simbiosis con otro mito célebre de la cultura popular como el del Dr. Jekyll y Mr. Hyde.
Dentro de la propia libertad auto-impuesta, Franco se separa del contexto histórico del personaje a favor de una visión Freudiana del mito, basando sus principales aciertos en la subversiva presencia de un Klaus Kinski místico y tenebroso que construye un personaje que pasa por describir la alocada y perturbada mente de un psicópata misógino. Vista globalmente dentro de su carrera, Jack el destripador se encarama como uno de los productos más redondos de la filmografía de Jess; su atmósfera perfectamente lúgubre acopla terrenos suizos a una lograda ambientación de los originarios terrenos londinenses tan característicos del personaje, en uno de los trabajos de fotografía más destacados y logrados de la filmografía del cineasta.
Ritmo pausado y narración sosegada ayudan en un desarrollo temático sobradamente limitado en esta ocasión en el tinte psicológico del protagonista, la anteriormente citada visión freudiana y pop del maníaco sexual cuya psicopatía se cierne sobre un trauma previo acerca del género femenino, campo a través de las propias obsesiones recurrentes del director madrileño que se encaminan acertadamente enriqueciendo el producto final. Así, la excesiva carga erótica y el extremo punto de vista de lo radical tan habitual del tío Jess son aquí desarrolladas con cierto talento y buen gusto, dejando para la posteridad una logradísima escena de tortura y humillación con la principal musa del director como protagonista; en otros momentos de la película se observa una elegancia estilística que permite disfrutar de planos maravillosamente realizados, con movimientos de cámara elegantes y atrayentes que aprovechan la lograda atmósfera hasta el límite y dejan en un segundo plano los manidos zooms y demás artimañas visuales de dudoso gusto tan propios en los productos de la época de Franco.
No apta para acérrimos seguidores del famoso asesino real que da título a la película, Jack el destripador emerge vista a día de hoy como una de las películas mejor rodadas de la filmografía de Jess y en la que extrañamente el realizador supo imprimir en la pantalla sus obsesiones sin caer en lo chabacano y dotando al metraje de una profesionalidad y un gusto por el plano y la imagen realmente destacables. El para nada pretencioso acercamiento del director español a una figura tan insigne de la historia negra inglesa nos deja un film en el que la perversión sexual se entrelaza con la elegancia de la atmósfera sombría bien dramatizada, formando así una de las piezas de la carrera de Franco más poderosamente reivindicables sin olvidar que gran parte de su encanto y principal atractivo reside en esa inquietante presencia de un actor tan perfecto para dramatizar las obsesiones del tío Jess como un Klaus Kinski que rezuma psicopatía en cada uno de sus planos.