En la segunda mitad del siglo XIX, Inglaterra vivía un momento de gran esplendor, era la época victoriana y el país europeo se consolidó como uno de los más influyente del mundo por sus aportaciones tecnológicas, arquitectónicas, comerciales, políticas, artísticas, etc.
Grandes nombres circularon por la escena británica en ese entonces, destacando en diferentes ámbitos. En lo cultural, una de las estrellas fue el irlandés Oscar Wilde, un famoso dramaturgo de muy refinado lenguaje.
El director y productor Gregory Ratoff emprendió en 1960 la realización de una película inspirada en este personaje, pero no para destacar su obra literaria sino para reseñar la gran polémica que causó su comportamiento en la sociedad de entonces y en la persecución judicial que fue objeto.
Y es que la Inglaterra victoriana se caracterizó también por severos prejuicios morales y defensa de determinados valores que conllevó a no tolerar conductas que vayan en contra la naturaleza humana y de las “buenas costumbres”. De este modo, la homosexualidad era un delito sancionado con cárcel.
El filme hace hincapié en los rasgos más característicos de la personalidad de Wilde, ofreciéndonos a un ser narcisista pero agradable, quien recurrentemente utiliza el humor como pretexto para alabar su talento.
El literato irlandés sentía una profunda admiración por su propio arte y Ratoff resalta esa cualidad en su película y la explota al extremo de compaginarla con elementos abstractos. De este modo, construye un momento fantasmagórico al arranque de la historia, cuando la voz del propio Wilde se hace presente en el cementerio de París para informar a los espectadores que en ese espacio descansan eternamente grandes artistas que enriquecieron la cultura del mundo y confiesa que, entre ellos, también yace él “exiliado en la muerte, igual que lo fue en la vida”, la cámara se encarga de llenar el momento apuntando al epitafio del autor de El retrato de Dorian Gray.
El principal hilo conductor argumental del filme es la relación sentimental que Oscar Wilde mantuvo con Alfred Bruce Douglas. Y es que, a partir de allí, empieza a tejerse una historia trágica que terminaría con un famoso y polémico enjuiciamiento.
Lo mejor de la película es la configuración e interrelación de los personajes que intervinieron en esta disputa judicial. Robert Morley interpreta de manera magistral al reconocido dramaturgo, representando el impresionante ingenio que tenía para evitar cualquier asentimiento sobre su presunta homosexualidad.
Actoralmente, Morley se enfrentó al gran Ralph Richardson, quien encarnó al temible fiscal acusador, Edward Carson. Supo adueñarse de algunas escenas por su sobriedad para manejar un intenso interrogatorio. Aplicando una estrategia cronometrada en la intensidad de su ironía, sustentada en el buen guion del filme, irá punzando a su víctima con su verbo y advertencias de presencia de testigos hasta vencerlo moralmente.
John Neville y Edward Chapman también destacan al representar a las otras dos piezas claves del juicio. El primero, dio vida a Alfred Douglas con una presencia estirada y elegante para evitar que alguien dude de su condición. Mientras que el segundo, asumió el papel del Marqués de Queensberry, padre de Alfred y homófobo radical, quien fue el que inició todo el problema en la vida de Wilde al dejarle una nota acusándolo de sodomita.
Cuando se estrenó esta cinta, en los inicios de la década de 1960, la censura era aún implacable para varias cinematografías, que evitaban reflejar de manera directa algunas historias que podían herir susceptibilidades o pensamientos conservadores.
Gregory Ratoff supo esquivar a posibles restricciones en la exhibición de Oscar Wilde, al estructurar una historia con elementos muy sutiles en sus mensajes. De hecho, utilizó, al puro estilo de Wilde, el ingenio para contar de una manera discreta pero reveladora la doble vida del afamado personaje.
La pasión está también en el cine.