Con Leto, novena película en la filmografía del director ruso, Kirill Serebrennikov recurre a dos figuras históricas de los inicios del rock soviético, Viktor Tsoï y Mike Naumenko, para construir a partir de ellos una narración que, lejos de centrar sus esfuerzos en realzar las vidas de los músicos desde el homenaje llorado, se dedica a recrear en la estricta ficción y a partir del punto de vista marcado por la nostalgia que se deriva del tópico «todo pasado siempre fue mejor», la atmósfera de un Leningrado clandestino y contracultural de inicios de los años 80 definido precisamente por estar en ese trance que va de la ruptura del corsé cultural hegemónico hacia el asomarse al abismo de la multiplicidad de posibilidades.
Es así como Kirill Serebrennikov, tomando como base un blanco y negro que añade un tono melancólico (al fin y al cabo esos retazos de libertad, vanguardia y excentricidad que surgen de los personajes se daban bajo un contexto no tan abierto) a la mirada encandilada que normalmente desde el presente se dirige al hipotético idilio de aquellos días de décadas pasadas, explora y desarrolla una atmósfera cargada de música, lucha encubierta por el éxito y humo de tabaco. Es así como el cineasta, a través de un ritmo tranquilo y moderado que solo se ve modificado y acelerado en una serie de secuencias videocliperas que nos recuerdan, además de manera directa, que “esto no ocurrió”, deja que Viktor y Mike, representados como joven promesa de talento y estilo que pasa sus días rescatando aquellos referentes que le llegan de Occidente, en el caso del primero, y como estrella encumbrada que patina ya por la decadencia, la apatía y el precipitado gesto paternal, en cuanto al segundo, se deslicen por unos ambientes cargados de vida y de hastío, de elitismos impostados y de juego por el mero juego, es decir, por unos lugares en los que el esparcimiento libertino y de ruptura termina por abrir varios caminos y diversas formas por las que poder discurrir. Entre ellos, y como ecuación que parece obligatoria entre los grandes iconos de contracultura (es el caso de Caroline entre Neal Cassady y Jack Kerouac en la Generación Beat de los años 50; Isabelle entre Theo y Matthew en el caso de la ficción construida por Bertolucci en Soñadores que remite al Mayo del 68; o Esperanza Aguirre entre José María Aznar y Pablo Casado si hablamos de la actualidad), aparece Natasha, mujer que hace de elemento de síntesis que reúne los mundos de ambas figuras, con sus diferencias y semejanzas, para dar lugar a partir de ellas a la serenidad basada en el pulso sano que construye la historia de los márgenes.
En definitiva, Kirill Serebrennikov nos ofrece con Leto un homenaje bello y sincero a una época, un ambiente y una atmósfera que, dejando en un segundo plano la representación heroica y cebada de las figuras destacadas que lo habitan, termina por recorrer desde la ficción autoconsciente (no parece que en ningún momento el cineasta quiera ser fiel ni ceñirse estrictamente a la vida de los músicos) esos huecos de vida idealizada, supongo, que quedan entre la conexión loca de determinados individuos que, sabiendo que el mundo es tedio y es absurdo, dan palos de ciego para encontrar nuevos caminos.