Nos adentramos en la mafia nipona, la conocida yakuza, en esta sesión doble que nos lleva desde el thriller setentero y ante el nombre de uno de los maestros en territorio japonés como Kinji Fukasaku, de la que destacamos su Batallas sin honor ni humanidad, al Japón feudal a través del nombre de uno de esos cineastas a rescatar, Sadao Yamanaka (más conocido por su cinta Humanidad y globos de papel), del que destacamos no obstante su incursión en el género con Priest of Darkness.
Batallas sin honor ni humanidad (Kinji Fukasaku)
Con antelación a la etapa de los sangrientos thrillers de Fukusaku, largometrajes donde una salvaje yakuza ostentaba profundos valores éticos de lealtad y honor pretendiendo ser una adaptación moderna de la épica historicista samurai de la industria de cine japonesa, el realizador se adentró en la narrativa de los ‹jitsuroko›, historias clásicas de gangsters inspiradas tanto por la vasta grandeza de El padrino como por la violencia callejera de Contra el imperio de la droga. Entre 1973 y 1974, Kinji Fukusaku realizó cinco películas enmarcadas en una serie que se daría a conocer como The Yakuza Papers o Batallas sin honor ni humanidad (igual que el título del primer capítulo de la pentalogía), donde se interesaba acerca de las pandillas de Hiroshima entre 1946 y 1979. En el universo de Fukusaku, los yakuza se adhieren a códigos de honor cuando les conviene, en el resto de casos matan de forma violenta e indiscriminada sin remordimientos.
Fukusaku da inicio a Batallas sin honor ni humanidad con el fotograma de un champiñón atómico, estableciendo una crítica que perdurará a lo largo de la saga sobre la generación que surgió “de las ruinas” y nació en los estertores de la Segunda Guerra Mundial. La acción debuta en un campo de refugiados en 1946, donde un grupo de jóvenes entra en las redes del mercado negro y, desinteresadamente, acaban estableciendo alianzas con las familias criminales de la región de Hiroshima. Bunta Sugawara, el autoproclamado líder del grupo dada su dureza ante la fatalidad de los acontecimientos, observa como el idealismo de sus compañeros poco a poco se derrumba ante las necesidades laborales y familiares. Podría decirse que a lo largo de la saga, es el único personaje que se mantiene impasible frente al caos a su alrededor mientras las familias yakuza terminan exterminándose entre ellas.
Es interesante remarcar cómo el frenetismo del relato se retroalimenta con una puesta en escena igual de frenética que encaja las piezas de las casi dos horas de Batallas sin honor ni humanidad, compiladas a base de cruces fugaces de personajes, enfrentamientos relámpago y golpes de cámara aleatorios. En una típica secuencia de lucha de Fukusaku, un hombre agarra una mano cercenada del suelo y abofetea a su oponente con ella en un plano que muy seguramente dura menos de un segundo. Para aportar algo de orden a este batiburrillo visual, el cineasta frecuentemente congela la acción para identificar, a través del narrador, los jugadores en pantalla. Es precisamente este recurso casi documental, unido a la crudeza de numerosas imágenes, el detonante de la marca de estilo del director, que logra comprender la realidad, la pretendida paz, a través de la violencia.
Este es un largometraje que todavía resuena en Japón, donde «Battles Without Honor & Humanity» (el título anglosajón) se ha convertido en un slogan común antiestamental, antibélico y antipropagandístico. La perdurabilidad de este título de Fukusaku (y por ende, de la totalidad de su saga cinematográfica) reside en el portentoso análisis fílmico del estado de ánimo de la nación en los inestables tiempos de mitad del pasado siglo. El realizador cuestiona abiertamente el legendario sentido japonés del deber y si acaso este no fue borrado de la faz de la tierra al tiempo que la ciudad de Hiroshima, o si por otro lado siempre fue un ideal para turistas y viejas películas que nunca debió de ser tomado en serio.
Escrito por Juan Prieto
Priest of Darkness (Sadao Yamanaka)
Elegir una película ambientada en el Japón feudal, con todo el imaginario que le es propio (samuráis, cortesanas, luchas a espada, etc.), para explorar el cine de yakuzas que centra la sesión doble de esta semana, puede parecer raro o poco apropiado, distando tanto de los elementos y la estética que uno asocia a este género gracias a las películas de Fukasaku, Suzuki, Kitano, Miike y tantos otros. Sin embargo, no hay que olvidar que la yakuza es una institución criminal centenaria que ya operaba en tiempos de la dinastía Edo, independientemente de que el término no estuviese tan difundido o no tuviera las connotaciones exactas que ahora posee. Considerando esto, Priest of Darkness, una de las tres únicas películas que hoy se conservan de Sadao Yamanaka, no sólo encajaría correctamente en esta temática, sino que nos permitiría indagar en las raíces de la que es una de las mayores agrupaciones mafiosas del mundo. De hecho, en esta pequeña joya del autor de Humanidad y globos de papel están presentes muchos de los motivos que son afines al universo del cine gangsteril japonés, como la ubicación en los bajos fondos de la sociedad de la época, la omnipresencia de la estafa, el juego y la prostitución, y las rencillas entre clanes que operaban ejerciendo su caciquismo y condicionando las cuestiones sociales de toda la comunidad.
Por supuesto, no vamos a encontrar el tono descarnado y violento que caracteriza al grueso del cine que versa sobre la temible yakuza, si bien hay espacio aquí para el pesimismo, el dibujo agrio de personajes y el torrente de adrenalina, bien representado en un clímax final en el que los prototípicos tiroteos son sustituidos por unos enfrentamientos a espada cargados de tensión y fatalismo. Pero lo que aquí prevalece es el humanismo, la delicadeza y hasta el humor que tan caros resultan a su autor. Ya desde sus primeros compases, la mano diestra con la que se nos presenta a los diferentes personajes, así como el modo en el que sus peripecias se conectan, dan prueba palpable del talento narrativo de Yamanaka. Incluso intuyéndose que hay fragmentos lamentablemente desaparecidos (sin ir más lejos, el final puede pecar de ser algo abrupto), sorprende la claridad y la fluidez con la que se despliega el argumento a ojos del espectador, tocando varios tonos (de la comedia irónica al drama más hondo) y dejando, aquí y allá, detalles de poesía visual que revelan la altura enorme de su director.
Priest of Darkness, con su ritmo sereno y su narrativa tersa y sinuosa, nos permite explorar las dinámicas de poder que regían el Japón feudal, en el que la proliferación del juego y la delincuencia repercutía en la desintegración de los clásicos valores nipones (ese samurái que no duda en mentir para salvar su vida), y donde la explotación de la mujer estaba a la orden del día. Este último punto, la sumisión y el sacrificio carnal al que eran forzadas ciertas jóvenes ante la falta de asideros económicos o por simple incapacidad de resistencia a los intereses lúbricos de los poderosos, será el motor principal del relato, cuando la chica que interpreta Setsuko Hara (una de las actrices más dulces que por el cine han pasado) deba intervenir para salvar la vida de su hermano, que a su vez participó en la fuga de una cortesana recluida contra su voluntad, enfrentándole al líder de un peligroso clan yakuza.
En definitiva, Yamanaka dispone una panorámica poco complaciente de los bajos fondos del Japón de aquellos tiempos, en la que el crimen organizado se afianza, evoluciona y perpetúa hasta alcanzar las formas que hoy conocemos, que tampoco son ya las virulentas que caracterizaron a la yakuza en sus años de esplendor, hace cuarenta o cincuenta años. Eso sí, se impone la fe de Yamanaka en las virtudes de la naturaleza humana, que bien ejemplifican los tres personajes principales, un estafador, un ronin lisiado y un pícaro adolescente dispuestos a luchar contra viento y marea para salvaguardar la dignidad de una mujer inocente, símbolo de la pureza que resiste a los embates de un entorno corrupto y corruptor. Si los cinéfilos detectan en el argumento similitudes con Tres hombres malos, de Ford, que sepan que no es casualidad…
Escrito por Nacho Villalba