La distopia animada llega a la sesión doble con dos títulos en los que perderse entre esas ciudades futuristas que tan pocos cineastas como los nipones han sabido retratar a través de uno de sus géneros predilectos. Por un lado, nos encontramos con el último trabajo en solitario de Yoshikazu Yasuhiko, la sci-fi Venus Wars, mientras el film que le acompaña suponía el debut del nortamericano Michael Arias allá por 2006 en un género al que sólo ha retornado una vez a posteriori, pero que le veía nacer como autor en Tekkonkinkreet.
Venus Wars (Yoshikazu Yasuhiko)
Si hay un contexto verdaderamente propicio para los futuros distópicos, ese es sin duda la animación nipona que se mueve entre las décadas de los 80 y los 90, auténtico hervidero de un género que condensó durante esa etapa tanto nombres esenciales dentro de su cinematografía como adaptaciones manga sin las que no se comprendería la evolución del mismo —espacio en el que encontramos desde cintas míticas como Metrópolis de Rintaro, Alita, ángel de combate o Jin-Roh, pasando por autores de la talla de Mamoru Oshii o Katsuhiro Ôtomo, y hasta relatos provinientes del terreno del cortometraje (basta con repasar antologías como Robot Carnival o Neo-Tokyo – Laberinto de historias)—. Es en ese marco donde surge Venus Wars, otra de tantas adaptaciones de un terreno como el manga, en esta ocasión realizada por el mismo autor, y es que tras publicar a finales de los 80 una serie de tomos, dirigiría su propia versión cinematográfica.
Venus Wars nos sitúa, como su título indica, en una Venus colonizada por la humanidad tras el impacto de un meteorito que despojaría al segundo planeta del Sistema Solar de su atmósfera. Años más tarde, Venus se verá envuelta en una batalla entre dos estados, que será la que propicie la militarización del país y, por ende, una situación cercana a ese ámbito más cercano a la distopia que otra cosa. Sin embargo, hasta la victoria del ejército de Ishtar, no se comprenderá el agravamiento de la situación, y tanto Susan Sommers, una reportera recién llegada de la Tierra, como Hiro, un piloto de carreras de motos, junto a su pandilla, encontrarán un contexto todavía peor: a partir de entonces, y más allá del proceso militar instaurado en la ciudad, se darán cita los toques de queda y las redadas policiales en busca de una presunta resistencia. En una de ellas se verá envuelto el protagonista tras un encontronazo con la autoridad local que le llevará a tomar medidas extremas.
Yoshikazu Yasuhiko se nutre en todo momento de algunos de los elementos primordiales del género, ya sea en la recreación de unos escenarios que reflejan la decadencia y escasez debido a la situación vivida, o mediante la mirada de unos personajes que se verán asediados por sus propias fuerzas, cuando sin embargo se sienten desprotegidos ante una invasión que consideran se podría haber evitado. Esa disyuntiva es aprovechada en Venus Wars para reflejar la distancia necesaria entre la resistencia conformada por Hiro y sus compañeros después de la persecución llevada a cabo en torno al protagonista, y el servicio militarizado donde cada uno de sus reclutas no es más que una pieza en un tablero jerarquizado por intereses. Un discurso al que el cineasta nipón busca dotar de amplitud, en especial mediante la figura de ese villano, pero que al fin y al cabo se comprende como poco más que un complemento en una cinta de las características de Venus Wars.
Porque más allá de disertaciones de tono político o incluso social, aquello que toma mayor relieve es su propensión a un cine de acción y aventuras que se predispone como eje de un film que, sin renunciar a establecer un vínculo emocional con sus personajes, se revela especialmente en ese espacio enérgico y vibrante que proponen sus secuencias más vistosas, acompañadas además por una de esas bandas sonoras tan hijas de su época que, por sí sola, se podría decir que casi define el ejercicio que nos ocupa.
Escrito por Rubén Collazos
Tekkonkinkreet (Michael Arias)
Dos niños huérfanos viven en las calles de una ciudad japonesa a merced de la yakuza, de bandas callejeras y de especuladores sin escrúpulos. Acostumbrados a vivir al margen de la ley, las cosas se complican cuando se meten de lleno en un conflicto a gran escala por el dominio sobre la ciudad. Lo que sigue es un batiburrillo de acción y violencia desenfrenada en un neo-noir lleno de situaciones y personajes muy vistos, que al final converge en la relación que mantienen los dos protagonistas.
Y sí, la trama de Tekkonkinkreet es arquetípica. Pero ponerla sobre el papel no alcanza a describir todas sus aristas, en particular en la melancolía y la desafección global que transmite su entorno para dos niños que sobreviven únicamente porque se apoyan entre ellos. Los dos protagonistas no son, por otro lado, personajes tan sencillos como parecen, y resisten un juicio simplista a pesar de ser, en principio, complementarios. Kuro es pragmático y confiable, pero también emocional y vulnerable. Shiro es estúpido e idealista, pero también voluble y introspectivo.
Pero donde realmente marca la diferencia esta película es en su puesta en escena, inusualmente ambiciosa. No solamente es un prodigio de animación y estética, con largas escenas que parecen una demostración de fuerza por parte de su director, sino que lo es de una forma única y distintiva. Tekkonkinkreet no se parece a nada. No es Satoshi Kon a pesar de introducir un cierto surrealismo. No es Masaaki Yuasa a pesar de su uso del ‹off model›. Es un estilo propio y muy pronunciado, que no existe para reemplazar o compensar la narrativa sino para expandir y subrayar las emociones inherentes a ésta, a los conflictos entre sus personajes y a sus estados de ánimo de un modo que es, si acaso, marcadamente expresionista.
Con unos planos dinámicos y elaborados como si se grabasen cámara en mano, llenos de movimiento y juegos con la perspectivas, con un uso expresivo de los colores, rostros y cuerpos que se deforman, la sensación que da esta cinta es de una mezcla contradictoria de desconexión estilística con la realidad e inmersión en un entorno urbano reconocible, a lo que contribuye también el carácter fantasioso de las escenas de acción y de los movimientos de los personajes interactuando con elementos mundanos. Es, además, extrañamente arbitraria introduciendo elementos surrealistas como parte de su paisaje global. Hay por ejemplo una escena, en la que Shiro literalmente flota en el aire mientras Kuro le habla tranquilamente, que no tiene mayor trascendencia. Momentos como ése dan a toda la película una atmósfera de irrealidad que es sin duda única, y que genera una cierta sensación desasosegante respecto del estado mental de sus protagonistas y su percepción de lo que les rodea.
El tramo final de Tekkonkinkreet es toda una declaración de intenciones de una cinta que parece observar todo lo ocurrido en ella como un mero ‹mcguffin› situacional, para llegar a un punto de pura exaltación del lazo emocional que une a Kuro y Shiro. Abrazando ya por completo el surrealismo y abandonando todo trazo de su linealidad narrativa, los cerca de veinte minutos de enajenación y visceralidad contenidos en éste se convierten sin duda en la parte más memorable de la misma. Su uso del montaje paralelo, su intensidad dramática y su potencia expresiva hacen de ella un esfuerzo impresionante, pero además, la convierten en algo que redefine eficazmente el significado de todo lo anterior, poniendo un broche de oro a una película ya excelente pero que alcanza aquí el techo que la consolida como obra maestra y referente del medio.
Escrito por Javi Abarca