Stories We Tell posee un misterioso encanto que ejerce una suerte de efecto hipnótico hacia quien la contempla, obligándolo a mantener la mirada fija en la pantalla incluso en ocasiones sin entender lo que se ve. Este encanto no se encuentra en un punto concreto del film, sino que más bien parece estar en todas partes: en los personajes, en el montaje, en las imágenes de archivo, en la melancólica voz en off de Michael Polley… y especialmente en la propia historia. Recuerdo haber escrito algo parecido refiriéndome al notable trabajo de François Ozon En la casa, solo que en aquella ocasión quise hablar de un estilo de narrativa abstracta y de significado incierto mientras que en el artículo presente me remito a un tipo de historia con significado específico pero sugeridora de múltiples reflexiones y de moraleja ambigua. Vamos, puro cine.
Lo primero que enamora de la película que nos ocupa es la fluidez y agilidad con que se desenvuelve al introducirnos hacia el pequeño universo que es la historia familiar de Sara Polley. Indudablemente se trata de una historia inmensamente interesante, pero aun así, la maestría con que se exponen los hechos es de tan alto nivel que probablemente seguiríamos ensimismados si lo que se nos contara fuera un conflicto de convivencia entre los obtusos personajes de cualquiera programa telebasura semejante a El gran hermano. Sobra decir que no es el caso. Nos encontramos ante una hermosa aventura existencialista en la que vamos conociendo a los personajes de forma conscientemente desordenada y en la que, sin darnos cuenta, montamos paso a paso un complejo rompecabezas meticulosamente estructurado.
Como recientemente entredije, lo que sigue al enganche provocado por este excelente uso de la narrativa visual es un fuerte anonadamiento ante la profundidad que desprende la historia que se nos expone. Y es que, al contrario de lo que pueda aparentar, no se trata de un culebrón sobre líos familiares ni tampoco de un festival morboso sobre desgracias ajenas, sino de la reconstrucción de un conjunto de coincidencias, imprevistos e incluso conflictos personales que secretamente forman parte de nuestra razón de ser. Una reconstrucción que, como se ve a lo largo del metraje, no solo da respuesta a multitud de preguntas sobre nuestra existencia personal, sino que además nos ofrece la oportunidad de conocer la verdadera personalidad de varios sujetos de cuya intimidad formamos parte sin saberlo.
Y a medida que situamos a cada personaje en el sitio al que pertenece y empezamos a concebir la verdadera forma del relato, este misterioso encanto al que me referí más arriba va adquiriendo una forma sólida. En una situación en la que lo más normal sería posicionarse en favor de una u otra aptitud, aprendemos a comprender e incluso a amar cada personaje, empatizamos con todos los puntos de vista y compartimos cada posición. Así es como los protagonistas y su historia se hacen con todo el encanto del relato y distraen nuestra atención de los aspectos más técnicos para empujarnos hacia una profunda y bella meditación casi metafísica. Lo más curioso es que, además de despertar interés por cada punto de vista que descubrimos, este conjunto de perspectivas nos da una especie de punto de vista global radicalmente unánime y portador de la verdadera tesis. Lo se, suena algo confuso. Vean la película y comprenderán a qué me refiero.
La cereza del pastel nos la da la bella reflexión metalingüística que acompaña al relato, ya interesante de por sí. Pues tras el visionado de la historia comprendemos que el verdadero significado de la experiencia se encuentra en la reconstrucción de la aventura, en el camino recorrido por la directora durante la larga trayectoria que es toda la exposición de los hechos. Y es que como dice el padre de Sarah (mención especial merecen su brillantes lecturas en voz alta de su libro, esto es, el relato que presenciamos contado en sus propias palabras), uno no percibe la forma de una historia cuando se encuentra en medio de ella, sino que la vive como un abstracto remolino de hechos confusos. La historia se construye cuando uno se la cuenta a si mismo… o a otros.