«¿Te llamas Boi?» interpela extrañado uno de los personajes al protagonista de la ópera prima de Jorge M. Fontana. Un instante puntual y una cuestión a priori sin peso alguno, que emerge intencionadamente ante la figura de un individuo cuya aparente normalidad linda con escenarios cada vez más ilusorios, imbuidos en una irrealidad desde la que expandir una visión genérica pero, ante todo, otorgar los estímulos necesarios frente a esa dimensión más personal del universo del protagonista. Y es que Boi, lejos de su condición como personaje, brota como estado, como una suerte de reflejo de aquello que internamente debe hacerle avanzar, mientras sus motivos y metas van quedando dirimidos a lo largo de su particular periplo. Es, de hecho, uno de los últimos diálogos del film, en el que Boi admite haber estado «bastante tranquilo» a raíz de su nuevo trabajo como chófer, donde se produce una ruptura necesaria entre la propia realidad del personaje, su recoveco más íntimo —que se evidencia de la forma más vivaz en la imagen de una puerta entreabierta y unos pies asomando al borde de una cama—, y esa ficción que parece estar cimentada como respuesta ante un momento repleto de incertezas. De ese modo, la construcción que el cineasta español va levantando paulatinamente, otorgando una gradación genérica que nos lleva del contexto dramático inicial, salpicado por momentos humorísticos —donde también se percibe un cierto espectro de la realidad social y del momento en el que Boi intenta progresar—, a una singular inmersión en el thriller —bordeando el neo-noir—, réplica a una circunstancia que se extiende más allá de la propia razón.
En ese sentido, no es de extrañar el contraste que establece Jorge M. Fontana entre el universo inherente a Boi y los que serán, a lo largo del transcurso del relato, sus clientes, Michael y Gordon, dos empresarios asiáticos que llegarán a Barcelona para cerrar un acuerdo. La apariencia de ambos, con esos trajes como santo y seña, e incluso en algún momento la actitud mostrada —Gordon será, en un principio, más riguroso y exigente con el protagonista, cuyo primer contacto sucederá tras haber llegado él tarde a la cita (quizá ya un primer pespunte sobre el camino que debe recorrer como adulto, cuyas responsabilidades ha de asumir)—, se encuentra con la óptica desprendida, desprovista de gravedad —algo que el director refuerza a la perfección con esos instantes cómicos, como la aparición del taxista, o la singular conversa sobre cafés en el bar, todo introducido desde la perspectiva de Boi—, de un muchacho que no sabe muy bien cuáles serán sus próximos pasos, pero que halla en cada espacio y diálogo un pequeño lugar para la reacción —las conversaciones con Mou marcan, en ese aspecto, la aparición de una percepción diferente que se irá abriendo paso en su senda—. El coche conducido por Boi, se manifiesta pues como un escenario distintivo, desde el que la realidad, si bien continúa aportando matices en torno a lo social, adquiere unas extrañas propiedades; aunque no tanto por la aparición de esos agentes externos en forma de clientes a los que el protagonista llevará de un lado a otro, o como respuesta ante un nuevo contexto como es el de ese trabajo recién conseguido, sino mediante el prisma que irá adquiriendo su mirada. Como si al fin y al cabo cada nuevo lugar no fuese más que el modo idóneo desde el cual ir aprehendiendo un proceso de maduración tan inevitable como esencial en su periplo.
Todo lo que el cineasta articula desde el gesto fabulador de Boi —que no deja de ser un escritor que intenta abrirse paso ante la realidad—, se refuerza desde una personal concepción formal; la manera en que Barcelona es propuesta como un reflejo escurridizo lejos de la estampa que suele ofrecer la Ciudad Condal, el uso de una banda sonora que prácticamente —y además de en su función expresiva en la mutabilidad de los géneros que va proponiendo el film— ejerce a modo de escisión de los universos que conforman la singular crónica de Boi, y hasta esa progresión tonal que se sucede en torno a la imagen como tótem escénico —donde llegamos a asistir a pasajes que podrían colindar de algún modo con el cine de Lynch y su onirismo— deslizan, a través de su construcción dentro del film, a un autor capaz de atisbar tanto en lo visual como en lo conceptual la esencia de un cine sugerente, que halla en cada escenario y atmósfera los matices adecuados mediante los que comprender esa singular transición genérica. Así, y si Boi se nos presenta como un creador, tanto directa —a partir de su faceta como escritor— como indirectamente —en la comprensión de ese mundo que, a su vez, va dando forma al suyo—, parece inevitable relacionar su imagen con la influencia establecida por un cineasta atípico, que va más allá de la modulación de referencias: también deconstruye un espacio propio con el carácter y talento necesarios como para que Boi sea, con el paso del tiempo, el origen de algo mucho mayor.
Larga vida a la nueva carne.