Cine fantástico medieval. Así, con todas las letras. Esta es la sesión doble con la que os deleitamos este domingo donde no faltan dos imprescindibles del mandoble y el músculo aceitado como son Ator el Poderoso, dirigida por el siempre respetable Joe D’Amato en 1982 y El último guerrero, película de James Sbardellati de 1983. Hoy os invitamos a disfrutar de la fuerza bruta y los misterios de la Tierras Lejanas.
Ator el Poderoso (Joe D’Amato)
Al rebufo del éxito mundial cosechado por una cinta ya histórica como fue el Conan, el Bárbaro de John Milius (obra que cimentó la leyenda del por aquel entonces desconocido Arnold Schwarzenegger), el siempre espabilado D’Amato se encargó de realizar Ator el Poderoso bajo el seudónimo de David Hills con la intención de repetir el éxito comercial cosechado por la película de espada y brujería estadounidense.
Y el mago del exploitation europeo lo consiguió. Como recuerda mi compañero de reseña en esta sesión doble Pablo Vázquez, la cinta italiana dio el pego colándose en la cartelera de estrenos española de 1982 como si de una gran superproducción de Hollywood se tratara, engrosando la saca del bueno de D’Amato y «timando» a esa juventud ávida de cine de aventuras y épica que se encontró por contra con una inesperada serie Z italiana tan casposa como encantadora.
Pero lejos de lanzar toda una serie de epítetos negativos hacia una obra como Ator el poderoso, prefiero rescatar del olvido un producto tan trash como cachondo capaz de generar inolvidables efectos en la memoria colectiva. Existen numerosos puntos a favor de Ator, como su desprejuiciada forma de encarar el desafío de plagiar una cinta como Conan gracias a la desvergüenza de un especialista como D’Amato situado ya en un estatus en el que se la sudaba todo.
Y es que el argumento de Ator seguirá paso por paso el ingeniado por Milius, partiendo del carácter mitológico del protagonista, aquí hijo bastardo de Thor entregado en adopción al jefe de una tribu de campesinos. Continuando por enfrentar a nuestro héroe con un villano negro adorador de las arañas (en lugar de las serpientes) y con intenciones de aniquilar cualquier territorio que encuentre a su paso. También uniendo a nuestro simpático titán (interpretado por el Tarzán de John Derek Miles O’Keeffe quien impone su rostro pétreo al personaje, de modo que cada paso de Ator parece que necesite la ayuda de un bastón para no caerse de pura desidia) con una ninfa rubia y guerrera que pondrá la nota de picante a la candidez del protagonista principal en su lucha por rescatar a su hermanastra (impagable la secuencia inicial en la que D’Amato llevará la trama a su terreno introduciendo una intencionada conversación incestuosa entre Ator y su aparente hermana con regalo de un cachorro de oso como muestra de enamoramiento) secuestrada por el jefe araña.
Como advertirán, la cinta es un despelote. Las peleas carecen de ese instinto épico, sino que se muestran altamente chapuceras notándose la falta de presupuesto y la naturaleza amateur de unos extras que danzan con total desorden por el campo de batalla igual golpeando al enemigo que tomándose una caña con el ingeniero de sonido que sujeta el micrófono en una esquina. Las coreografías de luchas cuerpo a cuerpo son tan zafias que parece que fueron rodadas a cámara lenta a pesar de que la velocidad de la imagen no fue retocada por D’Amato.
Pero que quieren que les diga, Ator el Poderoso tiene algo que la convierte en un experimento único. Seguro que ese temperamento de un cineasta que sabía lo que estaba buscando y que por tanto ofrece a su público lo que desea de la forma que mejor pudo, a pesar de tener unos minúsculos recursos presupuestarios y de sufrir un elenco de actores (tanto principales como extras) nefastos. Asimismo, ese envoltorio conscientemente cachondo que posee la cinta, en el que la total falta de sonrojo y el bochorno configuran las principales armas para engatusar a un espectador que, como en mi caso, acabará absolutamente fascinado y con hambre de seguir devorando las aventuras de ese héroe en calzoncillos de bazar de todo a cien y músculos de gallito de gimnasio oxigenado del que nadie se cree su fuerza descomunal, pero que por obra y gracia de D’Amato conquistará nuestros corazones con su inocencia y desenfado.
Escrito por Rubén Redondo
El último guerrero (James Sbardellati)
Deathstalker es el nombre de un bárbaro errante, anárquico, mercenario en ocasiones y visceral siempre. Su nombre coincide con el título del film, cuya traducción lo describe como «el acosador de la muerte». En una época y lugar inconcretos similares a los de la Edad Media, no quedan héroes para salvar a la civilización de tiranos como el mago Kuntar, un déspota versado en magias oscuras que necesita el poder de la espada que porta el protagonista. Tampoco hay que olvidar a los cómplices que acompañarán al guerrero en su camino pero ¿qué más da saber cómo se llaman? Lo más probable será que sus cabezas rueden por tierra, tarde o temprano.
El último guerrero es una improbable coproducción de 1983 entre Argentina y los Estados Unidos que aprovecha el éxito de Conan, el bárbaro o El señor de las bestias, un año antes. Su historia se incorpora dentro de los usos de la espada y brujería, en la especialidad de batalladores musculosos. No fueron pocas las películas que surgieron en aquella estela durante la primera mitad de los años ochenta, con el compañero de sección Ator el poderoso y otros más olvidados como Cromwell, Yor o Krull. La confusión en las atribuciones del film se deben a la identidad del director que figura en los créditos iniciales: un tal John Watson difícil de rastrear en cualquier enciclopedia, porque en realidad se trata de James Sbardellati, también productor, ayudante de segunda unidad y todoterreno profesional que saca adelante el producto, con un presupuesto cuarenta veces menor al Conan de John Milius.
Olvidado fuera del mundillo del vídeo doméstico, ámbito en el que probablemente se estrenarían las tres secuelas que llegarían en 1987, 1988 y 1991, El último guerrero es una obra desenfadada que se desmitifica a sí misma por diálogos de los personajes, numerosas mujeres desnudas y secuencias de predominio erótico festivo que hacen dudar si se trata de un film de acción o un subproducto «S» algo tardío. Su argumento no se diferencia al de los ya mencionados compañeros de armas, aunque se aprecia que los actores y actrices resuelven bien los duelos con espadas. La planificación es funcional, sin más ambiciones, con la suficiente capacidad para no desorientar al espectador por las persecuciones, la ubicación de personajes en el espacio u otras reglas de continuidad. Tampoco es que la cobertura de planos con un ratio aparente 1:1 —una toma rodada igual a una toma válida— deje mucho espacio a matices artísticos en el breve metraje de apenas ochenta minutos. Sin embargo, Sbardalleti y un equipo entregado al jolgorio no necesitan más duración para narrar las peripecias que se desinflan según avanza la película.
La gracia de la primera entrega con este bárbaro de melena rubia es la falta de prejuicios que otorgaba un valor añadido para estas producciones parásitas de los éxitos taquilleros del momento, provenientes de Italia, España o USA. Sin ganas de aburrir ni de buscar la épica del modelo basado en las novelas y cómics de Robert E. Howard, pero tomando todos sus elementos. Una época ya irrepetible que proponía copias tan marcianas del original que —al menos— lo superaban en diversión. Una tendencia de apropiarse de los taquillazos que ahora parece perdida fuera del mercado oriental o Bollywood.
Escrito por Pablo Vázquez Pérez