Si hay un aspecto verdaderamente sugerente en la consecución del ‹biopic› acerca de figuras con una cierta relevancia en el panorama, ese bien podría ser la marcada distancia entre aquellos datos reconocibles, que resultan tangibles al espectador dentro del rol del personaje al que definen, y los que directamente apelan al estrato quimérico, a través del que establecer un reverso donde la vertiente más cercana al mito —lo que, en definitiva, termina forjando el icono— revele aquello que una mera anécdota no puede fijar. Dos facetas que, si bien interpelan su papel desde perspectivas diferenciadas, pueden hacer confluir un retrato más complejo e incluso poliédrico, capaz de definir en ciertos pasajes y situaciones una esencia siempre difícil de captar.
Se podría decir que el nuevo trabajo de Ethan Hawke tras las cámaras, se revela de alguna manera desde una visión perceptible y uniforme, indagando en los diversos escenarios que le proporciona la América profunda establecida como contexto central a través del que narrar las idas y venidas de Blaze Foley; leyenda del escenario ‹country› norteamericano sobre la que pivota uno de esos trabajos tan personales como al mismo tiempo cercenados por un universo que, más allá de si permite construir un certero reflejo a partir del que comprender el impacto de la figura de su protagonista, termina disponiendo un tono monocorde en demasía, sin las aptitudes necesarias para desvelar la intensidad y fuerza que se pudiera sustraer del relato. Falta de aptitudes esta que, sin embargo, no queda expuesta tanto desde la mirada de su autor como de las carencias que provee un montaje en muchas ocasiones incapaz de generar espacios que puedan fomentar cualquier tipo de subtexto, o de dotar de un cierto vigor a aquellos episodios más atrayentes dentro de la obra —en especial, esos donde se sigue la relación sentimental del protagonista y, acertadamente, su desencanto sustraído de un modo muy particular de encarar el periplo vital—; por contra, el cineasta e intérprete tejano logra aportar una óptica personal no exenta de cierto riesgo, que rehúye en términos generales los lugares comunes del ‹biopic› —aunque algo de ello haya, por ejemplo, no estamos ante la prototípica crónica del auge y caída— y sabe otorgar la importancia necesaria a cada uno de los elementos que conviven en el film, desde los parajes transitados por Blaze hasta la detallada descripción de los individuos que comparten su universo y estilo de vida.
En ese sentido, Blaze logra dotar de la importancia necesaria al notable trabajo visual de Steve Cosens, donde se refleja no solamente en las tonalidades la visión de esa “otra” América integrada en la peculiar filosofía del protagonista, del mismo modo la trascendencia de unos escenarios sin los que no se podría comprender su sino, retratando aquello que al fin y al cabo no puede ser percibido como algo extraordinario, sino como un golpe de genio entre la aparente normalidad. Es quizá en ese aspecto donde reside el gran valor del trabajo realizado por Hawke, al que la inspirada labor de Ben Dickey proporciona el contrapunto idóneo para abandonar la presunta mundanidad de sus pasajes. Pese a todo, la tercera ficción dirigida por el intérprete, no consigue quitarse de encima en ningún momento ese aparente halo ordinario, y alzar aquello que, a fin de cuentas, se percibe como común por cualquier espectador alejado de lo que supuso un cantante como Blaze Foley: un modo de romper ese aura que suele rodear las estampas de figuras reconocidas en favor de un poso desmitificador que podría resultar de lo más sugerente, pero en casi ningún momento posee los incentivos necesarios como para suspender el interés de un espectador que muy probablemente renuncie antes de tiempo.
Larga vida a la nueva carne.