Las ambiciones de un film son decisivas en muchas ocasiones para valorarlo. Pero ocurre que cuando en una película se supedita todos los elementos formales, narrativos y dramáticos a transmitir determinado mensaje, se corre el riesgo de que se juzgue de forma mucho más severa tanto su discurso como sus formas cinematográficas. Aun y todo cabría reflexionar ¿está al mismo nivel la grotesca concepción del realismo social de Nadine Labaki en Cafarnaúm (2018) y las implicaciones morales de su mirada sobre la miseria que, por ejemplo, la maniquea Yo, Daniel Blake (Ken Loach, 2016)? Desde luego ambos casos son ejemplos de una falta de escrúpulos alarmante por parte de los cineastas, que despojan de dignidad a sus personajes en la recreación de hechos terribles que suceden en nuestro mundo y en sociedades próximas a ellos mismos. Nadie cuestiona que la miseria y la barbarie envuelven la vida de gran parte de la población mundial, pero mostrarla tal cual no es un valor fílmico. Manipular al espectador emocionalmente con la tragedia de los más desfavorecidos y recrearla sin tener en cuenta el aspecto moral y mínimamente humano de las imágenes no es cine. Y aquí llega el momento de citar Yomeddine (Abu Bakr Shawky, 2018), una película ambientada en una remota población de Egipto marcada por la presencia de marginados y parias sociales entre su orfanato, su hospital para enfermos mentales y su colonia de leprosos, rodeados de un inmenso vertedero.
El protagonista es Beshay, un hombre de mediana edad que jamás ha salido de su pueblo desde que su padre lo abandonó en la leprosería con la promesa incumplida de regresar cuando se curase. A la muerte de su esposa y al descubrir que su madre acude a visitar su tumba, se despierta el interés por buscar a su familia. Le acompaña un niño huérfano llamado Obama, con el que ha establecido una peculiar relación que define el núcleo del relato con estructura de ‹road movie›. Así se permite abordar su difícil existencia a través de distintas peripecias con las personas y las situaciones que encuentran. Hay una contradicción inherente ya en su plano visual, con una cámara en mano muy centrada en sus protagonistas para capturar sus reacciones y diálogos siempre de un tono que se percibe forzadamente ligero, distante y despreocupado. Su director parece querer compensar constantemente lo trágico con chistes, alivios cómicos y un sentido casi intrascendente del viaje, que fluye casi a modo de predestinación marcada para ambos por necesidad del guión, sin explicar nunca exactamente por qué es tan importante, cuáles son las motivaciones, qué les empuja a seguir obstinadamente a ello teniendo que aguantar la discriminación, el trato inhumano de sus semejantes y los peligros de la carretera.
A lo largo del viaje la dinámica de Beshay y Obama apenas se explora, aunque para su narrativa esta evolución se supone lo verdaderamente importante. Sin embargo, el encuentro con unos mendigos en una sola escena marca mucho mejor y desentraña lo que hay debajo de esta trama tan convencional. El reconocimiento entre quienes viven fuera del sistema, el sentido de camaradería y fraternidad, un cierto punto de vista optimista aun dentro de asumir que nunca podrán formar parte de nuevo de una sociedad que les rechaza desde las mismas apariencias. Este segmento es de largo el más inspirado y auténtico. Como la forma de integrar los sueños de Beshay, que evocan su pasado y su infancia. Fugaces destellos de lo que podría ser la película si fuera más rigurosa en la aproximación psicológica a sus personajes. Unos personajes marcados por el pasado, el abandono y la soledad. Algo que el mismo ritmo de montaje en la estructura de ciertas secuencias traslada al sentido del paso del tiempo de la película como pistas estéticas que definen —como las cicatrices incurables del leproso— el transcurso de una vida de sufrimiento que quiere dejar atrás al avanzar hacia una esperanzadora reconciliación con su identidad y su pasado. Eso es lo que queda una vez desprovista la cinta de mayores posibilidades discursivas: la complacencia residual en el espectador al ser testigos de una melodramática exaltación catártica y, una vez más, de la imposibilidad de justicia social o transformación de las estructuras que la perpetúan. Otro ejemplo de cine social creado para indignar lo suficiente para conmover, pero muy lejos de ser comprometido ni de cuestionar la realidad.
Crítico y periodista cinematográfico.
Creando el podcast Manderley. Hago cosas en Lost & Found.