La familia es una de esas temáticas ineludibles ya no solo en la obra de un cineasta como Mamoru Hosoda, sino en la cinematografía nipona, donde autores que forman parte de la historia de la misma como Yasujiro Ozu, hasta su heredero más reciente y ganador de la última Palma de Oro, Hirokazu Koreeda, dirigen su perspectiva a un asunto de especial relevancia en el país asiático. Algo que no es sino indicativo del importante peso que posee un concepto como ese en las dinámicas sociales, configurando el carácter de una sociedad en la que tales lazos representan una esencia irrenunciable. Lo que podríamos asumir como una resolución obvia, cobra sin embargo en Mirai, mi hermana pequeña, nuevo largometraje del responsable de La chica que saltaba a través del tiempo, tintes prácticamente epistolares al concebir el núcleo familiar como parte indispensable de nuestro rol en la sociedad; un apunte que no únicamente se extiende a los rincones de ese hogar donde acontece casi en su totalidad la acción, también a los parámetros de un fantástico en el que no resulta ni mucho menos casual la aparición de esa versión futura de su hermana menor con la que se topará Kun, el protagonista, en el jardín de su casa. Y es que ya en su título, Mirai, mi hermana pequeña apunta en distintas direcciones, tanto en el trazo de esa pequeña parábola en la que se expone el futuro a partir del presente —esto es, la recién llegada a la familia— a través del nombre que le será otorgado, como en la confrontación de ese futuro a modo de aprendizaje, de espejo de conocimiento en el que volcar una imagen que debe madurar forzosamente e ir comprendiendo un papel que se aleja de los sentimientos más primarios para terminar conformando un dibujo mucho más propio, lejos de lo inherente y más desde la asimilación de enseñanzas.
Hosoda continúa desarrollando en su nuevo trabajo cuestiones adyacentes en una obra habituada a mirar a otros universos, pero siempre entendidos dede nuestra misma naturaleza. En ese sentido, la mirada dirigida en torno a nuevos microcosmos, para la ocasión alimentados a partir del periplo del pequeño Kun, se comprende como una senda mediante la que desarrollar un aprendizaje al fin y al cabo imprescindible. Sus escenarios, no obstante, no se ciñen a una deconstrucción en clave imaginaria del mundo del protagonista, y el cineasta nipón también pone el empeño necesario en concebir el hogar como algo más que el medio inevitable por el cual reforzar el concepto de familia; posee, además, la habilidad de mutar y deformar esos espacios —sin necesidad, para la ocasión, de incurrir en el fantástico—, comprendidos como el lugar desde el cual se afronta el proceso de crecimiento y, en especial, de asunción de lo que, en esencia, supone la edificación de lo familiar, de la descendencia como parte de un nuevo reto y al mismo tiempo una nueva frontera. Un discurso con el que se podrá estar de acuerdo o no, pero cuanto menos no alimenta Hosoda desde una dialéctica simple o adulterada. Por tanto, se podría decir que Mirai, mi hermana pequeña tiene la capacidad de nutrir ideas con algo más que la praxis de las mismas, aunque su problema en última instancia se encuentre en una reiteración que, a malas, sí expone una limitación discursiva importante. Sí, es cierto, el cineasta es capaz de mostrar hallazgos formales interesantes, que dejan incluso algún que otro momento poderoso, de esos que no se despegan con facilidad de la mente del espectador, pero al mismo tiempo expone la oblicuidad de una disertación que no parece disponer de demasiadas bifurcaciones, y es en esa debilidad donde Mirai, mi hermana pequeña termina atisbando unas carencias que la exponen más como un trabajo mediano (casi) de paso para un cineasta del que, sin duda, podemos esperar una mejor versión.
Larga vida a la nueva carne.