He visto tanto cine, quizás más del que una persona puede tolerar a mi edad, que pocos de los cineastas a los que me enfrento por primera vez, ya sean clásicos o contemporáneos, consiguen sorprenderme. Llevaba un tiempo con muy mala suerte en mis primeros contactos con cineastas como Tsai Ming-liang, Giorgos Lanthimos o Sergei Parajanov. Mi pesimismo estaba alcanzando cotas tan elevadas como el Everest cuando de repente me topé con un tipo de nombre exótico y atrayente: Glauber Rocha, máximo exponente del llamado ‹Cinema Novo› brasileño de los sesenta.
Encontré en su cine la fuerza, raza y radicalidad que andaba buscando. Cine puro, con fuertes influencias de Sergei Eisenstein y el Neorrealismo italiano. Cine de parajes salvajes y cautivadores con una ácida crítica social y política hacia los estamentos gobernantes en América Latina y hacia el continuismo presente en el ser humano. Una forma de hacer cine que contiene la poesía de Ford o Tarkovski, el montaje de la ‹Nouvelle vague›, la fotografía de Bergman, el amor a la tierra y a las tradiciones de Emilio Fernández, el surrealismo de Buñuel y el compromiso político e ideológico de Costa-Gavras. Ahí es nada.
De las películas que he conseguido visionar del maestro la que mejor define su forma de hacer cine y más me ha perturbado es Dios y Diablo en la tierra del Sol. Extraña, compleja y diferente, encierra todas las virtudes del cineasta brasileño. Una fotografía luminosa desasosegante, una historia “nietzschiana” y unos personajes alienados por la religión y por unos líderes que los conducirán a un final fatalista.
Dios y Diablo en la tierra del Sol traslada a la pantalla en forma de metáfora poética la dualidad existente en el Brasil de la época. Refleja a la perfección como la naturaleza del ser humano se enfrenta a lo largo de su vida a la disyuntiva de elegir entre el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto, las ataduras y seguridad contra la libertad e inseguridad. La película analiza con maestría las relaciones de poder y dependencia que se establecen entre el “amo” y el “sirviente” y las consecuencias que dicha subordinación provocan en el seguidor inconsciente.
Rocha relata la película como si fuera un trovador de la edad media a través de una canción popular que abre y resume el inicio y final de las principales secuencias de la película. Elemento novedoso y que confiere a la cinta un halo de espiritualidad y tradición narrativa inspirada en los cantares de gesta medievales.
La cinta comienza con un espléndido plano tomado en helicóptero del desierto brasileño que acaba en un primer plano de una vaca muerta en estado de putrefacción comida por las moscas. Nos narra la historia de un vaquero llamado Manuel, pobre y descastado, que harto de las vejaciones e injusticia a las que es sometido por el terrateniente para el que trabaja, que le culpa interesadamente de la muerte de cuatro de sus vacas, acaba matando a su patrón y huyendo junto con su mujer Rosa al Monte Santo, lugar donde habita un iluminado santón, llamado Sebastián, que promulga la salvación de todos los que decidan seguir su credo.
El recelo y prejuicios que provoca en la Iglesia tradicional y en los poderes políticos la Iglesia fundada por el santón incita a estos poderes fácticos a contratar a un asesino llamado Antonio Das Mortes, que junto con sus matones tratarán de acabar con la vida del nuevo profeta y con la de sus seguidores.
Cegado por la promesa del hombre santo de guiar a sus seguidores hacia una Tierra Prometida plagada de verdes campos, cristalinos lagos y abundante comida, Manuel se une radicalmente a su propuesta distanciándose de su mujer y participando en salvajes penitencias y sacrificios de niños inocentes. En un acto de liberación Rosa acabará con la vida de Sebastián en el mismo momento en que el ejército de asesinos a sueldo contratado por los mandos políticos inicia la matanza contra los miembros de la Iglesia del Monte Santo. Esta escena recuerda a la de la escalera de Odessa de El acorazado Potemkin.
Después de huir del Monte Santo, Manuel y Rosa se toparán con Corisco, un bandido conocido como el Diablo de Lampiño. Corisco tratará de captar a Manuel para emprender una personal venganza en contra de los terratenientes y las fuerzas que ostentan el poder para conseguir, por medio de la violencia, la liberación de los pobres. Los métodos de Corisco son brutales, incluyendo descuartizamientos y asesinatos a machetazos. Pero a pesar de su salvajismo Corisco no es más que un pobre diablo sin ejército cuya misión se antoja utópica y que acabará dando más pena que miedo.
Entre los dos personajes que representan a Dios y el Diablo se sitúa el asesino Antonio Das Mortes, un antiguo campesino metido a asesino por miedo a la miseria. Descubriremos que sigue los pasos a Corisco para acabar con su vida y en su búsqueda pronunciará una de las frases que resumen el espíritu de la película: «Habrá una guerra sin la ceguera de Dios y el Diablo, y para que esa guerra empiece pronto es preciso matar a Sebastián y a Corisco».
La película finaliza con un maravilloso travelling acompañado por el cántico final del trovador en el cual vemos a Manuel y Rosa huir corriendo desorientados hacia un futuro inalcanzable e incierto, mientras el cantor rememora que «La tierra es del hombre, ni de Dios ni del Diablo».
Pura filosofía utópica la película nos recuerda que el hombre esclavo de entes superiores, representado por Manuel, es prisionero de los fanatismos que prometen la salvación, bien a través de la oración (Dios) o de la violencia (El Diablo), siendo ambos extremos no tan diferentes como la gente piensa puesto que ambos usan rituales violentos y el sectarismo para radicalizar a sus seguidores y utilizan ídolos no visibles (Dios y la Libertad) para captar nuevos miembros que terminan presos de ambos. Del mismo modo Antonio Das Mortes representa al hombre que se rebela contra la injusticia y las falsas deidades y cuya ideología arrancará las cadenas que condenan al hombre, siendo éste el único medio de ir al encuentro de esa libertad tan añorada por el hombre oprimido.
A destacar, además del mensaje filosófico que desprende, la belleza paisajística de su fotografía, las escenas hiperrealistas de procesiones y primeros planos de gente del pueblo, los planos generales plenos de misticismo de los discursos del santón, su innovador montaje y las escenas explícitas de violencia. Nos encontramos pues ante una obra imprescindible para los amantes del cine de autor y con la obra maestra de un director único, maldito, propietario de un universo propio que debe ocupar un pedestal en el Olimpo cinéfilo a la altura de los grandes directores que acuñaron el término cine de autor como Fellini, Tarkovski, Rivette, Antonioni y Bergman. Ese director se llama Glauber Rocha.
Todo modo de amor al cine.