Corría el año 2012 cuando Harmony Korine arrojaba su dosis de ácido vitriólico sobre la juventud y el sueño americano a través de la trastienda de las pesadillas de neón que suponía Spring Breakers. El oropel pop no podía disimular —ni lo pretendía—, la suciedad, el mantra del aburrimiento y las orgías de drogas, violencia y nihilismo desbocado como única vía de salida a un «no future» que se alejaba de la destrucción punk para caer en la banalidad de la llanura superficial.
Seis años después Augustine Frizzell toma el relevo temático en su film debut para mostrarnos cuál es el estado actual del ‹modus vivendi› juvenil en América. Y, aunque su apariencia sea más convencional e incluso peque de cierta planicie formal, el panorama no deja de ser desolador.
No hay que dejarse engañar por su apariencia de comedia ‹teen› alocada con el solo fin de entretener. Cierto es que es su exiguo metraje y su ritmo la convierten en un pasatiempo visual agradable pero, es en los detalles, en pequeñas pinceladas aquí y allá donde Frizzell deja su impronta al respecto de lo que nos quiere decir.
No deja de ser sintomático que el dibujo de los personajes pueda parecer esquemático y bordeando el arquetipo porque así es como la directora ve y quiere que veamos a sus personajes. Auténticos robots descerebrados que, más allá del lógico impulso y desfase juvenil, no ven más allá del cortoplacismo de la mera supervivencia. Lo dionisíaco, lo orgiástico, lo sexual no son placeres por si solos sino vías de escape visualizadas como únicas y más cuando los referentes adultos que aparecen a cuentagotas no dejan de ser un dibujo de la América trumpista actual. Ancianos varones conservadores con su hipócrita moral, negros cuyo máximo destino laboral es ser encargados de cafetería y unos jóvenes a los que cosas como la raza u la orientación sexual ya les da igual porque son igual de miserables.
Así, lo que en Spring Breakers era un descenso a los infiernos después de un delito inicial para una causa banal (atracar una cafetería para poder irse de vacaciones) aquí toma el camino inverso. Ya no se trata de niñas bien jugando a ‹gangstaz› sino más bien un lumpen desesperado cuyo caos vital parece solo tener objetivos banales como largarse de vacaciones. No deja de ser irónico, para seguir con el contraste, que aquí precisamente el atraco es el último recurso y puerta de salida de esa cotidianidad que ya ha dejado de ser un mantra para pasar a ser una carrera a toda velocidad para escapar de un mundo de precariedad laboral, trapicheo, trap y drogas baratas.
Aunque con ello parece que estemos ante un film trampantojo respecto a su intención política y programática, no es menos cierto que hay varios problemas de tono y concreción temática, algo que por otro lado no es tan extraño tratándose de una ópera prima. El principal problema está en dejar que el subtexto sea esencialmente tan superficial como lo denunciado, de manera que uno puede tender a pasarlo por alto en favor de la exuberancia con la que se muestran, en un ‹in crescendo› imparable, la sucesión de barbaridades escatológicas y situaciones bizarras de las protagonistas. Algo que puede llevar a engaño y despiste pero que no debe distraernos de que, entre risa y risa, Never Goin’ back resulta una exploración tan triste y desoladora como lo fue el film de Harmony Korine.