Una de las virtudes de las que hace gala Tyrel, y que ya parece una constante en la filmografía de Sebastián Silva, es la de producir, a partir de eventos como fiestas de amigos, la sensación contraria con la que se relacionan este tipo de celebraciones. Así lo que aparentemente debería ser la reproducción del exceso en forma de buen rollo descontrolado se convierte en ejercicio de angustia, de incomodidad, de perturbación a partir de halos invisibles que generan un estado enervante y de desasosiego.
La fórmula, muy parecida a uno de sus films previos, Magic Magic, pivota en la cotidianidad de un encuentro de amigos para a partir de ahí ir desarrollando un mundo que, sin salirse de la estricta normalidad (no hay fenómenos paranormales, ni tan siquiera una plasmación distorsionada de la realidad) se va sumergiendo en una atmósfera irrespirable.
En este caso Silva se centra en la indefensión ante el racismo, pero no tanto esa discriminación directa y vulgar que pueden ofrecer grupos de supremacía blanca sino más bien en lo que podríamos denominar racismo banal, cotidiano. Para ello Silva pone a Tyler, un hombre negro de entorno urbano en una fiesta de aire rural donde se ve rodeado de blancos desconocidos, excepto por la presencia de un amigo que opera de vínculo entre ellos.
La psicología con la que el grupo es retratada no es baladí, no solo por sus actuaciones alocadas y hasta cierto punto repelentes (en el fondo es un espejo sobre cómo funcionan la reuniones grupales que no nos gusta mirar) sino porque no estamos ante una panda de xenófobos del Klu Klux Klan sino ante personas formadas, viajadas con presencia de otro grupo discriminado como el homosexual y que manifiestan su hostilidad hacia Trump y lo que representa.
¿Qué sucede entonces? Que Silva retrata cómo el diablo está en los detalles, de cómo el exceso de simpatía ante desconocidos puede generar incomodidad, de cómo las bromitas racistas se han instalado en nuestra sociedad como acervo cultural inextricable de la cotidianidad y de cómo en un ecosistema cerrado pueden mellar la confianza en uno mismo hasta convertir un evento en una pesadilla sin escapatoria.
Silva juega pues a base de ir acumulando personajes y situaciones en un espacio que cada vez parece más aislado, laberíntico y sin escapatoria. Una situación de presión permanente que va dejando sin aire y sin tiempo de hacer una reflexión racional al respecto de lo que está sucediendo. Todo ello acompañado de un estudio lúcido de los personajes, de sus falsedades, histrionismos y roles impostados a los que juegan para ser aceptados en el grupo. Especialmente relevante es en este caso el amigo de Tyler que, de poder ser su único apoyo, se deja atrapar por la vorágine social que le rodea.
Sebastián Silva filma pues una película incómoda, que remueve e inquieta. Quizás por su mal rollismo natural o quizás porque da en la tecla de una realidad, tanto social como de comportamiento grupal, Tyrel puede llegar a resultar insoportable y de fácil odio hacia todos sus personajes. Precisamente por eso sabemos que Silva ha dado en el clavo, ofreciendo quizás uno de los retratos más salvajes y naturalistas de la América actual.