El cine ruso (y por ende soviético) debe a Yakov Protazanov buena parte de su construcción. Considerado uno de los padres fundadores del cine ruso, inició su carrera en los albores de la década de los años 10 del siglo XX en la Rusia zarista legando algunas de las piezas más emblemáticas de aquella etapa como La reina de Picas y El padre Sergio. Una vez consolidada la Revolución de Octubre, Protazanov fue afianzándose como uno de los nombres imprescindibles del celuloide soviético junto a unos más novatos Dziga Vertov, Sergei Eisenstein y Vsevolod Pudovkin. Lejos de la visión emblemática del realismo socialista que afrontaron estos nombres clave de la cinematografía soviética, Protazanov recorrió una línea propia más apegada a la sátira y a la comedia costumbrista que a la veneración de la simbología del régimen comunista, hecho que confiere a sus películas un sabor muy especial y jugoso que no ha perdido ni un ápice de su pimienta y buen rollo.
En este sentido, cintas como La fiesta de San Jorge, El proceso de los tres millones, Aelita o El cuarenta y uno siguen siendo un deleite para los sentidos y un auténtico placer gozoso merced a su particular forma de entender el cine, muchas de ellas comedias que abrazaban sin ningún tipo de venda la sátira más subversiva. Sin duda llama la atención la forma en la que Protazanov se reía de las taras presentes en la administración socialista, quizás por su privilegiada posición y también por su total falta de complejos a la hora de enfrentarse con los evidentes desaciertos inherentes a cualquier forma de gobierno.
En esta línea tan cachonda como compleja se mueve una de las mejores comedias que forjó el maestro. Y es que Don Diego y Pelageia ofrece todo el repertorio que hizo grande al genio. Una de las principales virtudes del film es su frenético ritmo, ingrediente usual en el cine de Protazanov, que no ofrece ningún tipo de pausa ni respiro al espectador, siendo la segunda de estas virtudes la deriva cómica en forma de mascarada satírica que sustenta un guion que no tiene nada de desperdicio.
En algo menos de una hora de metraje, Protazanov vierte una retahíla de reproches hacia la administración de la época, otorgando para ello el protagonismo a dos seres antagónicos. Por un lado a un funcionario del ferrocarril llamado Diego, un empleado vago, taciturno, engreído y arrogante encargado de cuidar y mantener el orden en la parada a la se halla asignado por el gobierno comunista. Un burócrata cautivado por las historias de caballería de las novelas castellanas del siglo de oro al que se le cruzan los cables cuando algún lugareño osa turbar su descanso y horas de reposo mientras lee estas novelas en total soledad dentro de su chamizo. De este modo su paz se verá empañada una mañana en la que un grupo de mujeres cruzaran las vías del ferrocarril en contra de las ordenanzas establecidas. Sin comerlo ni beberlo, la anciana Pelageia (el antagónico de Don Diego) será denunciada ante las autoridades por Diego por este hecho, siendo llamada a juicio en la ciudad acusada de desobediencia y desacato. La pobre Pelageia es una de esas vetustas campesinas que albergan los valores de la revolución en el sentido de representar el espíritu campesino, de la lucha obrera en contra de los señores feudales, del levantamiento agrario frente a la tiranía de los gobiernos. Es decir, es una de esas banderas de la Revolución que por las malas artes de uno de los nuevos privilegiados se verá envuelta en un embrollo que pondrá en peligro la estabilidad de su humilde familia.
Ya en la ciudad, Pelageia se enfrentará a un laberinto burocrático que no hará caso a sus plegarias, partiendo de un juez altivo y déspota que no atiende las demandas del pueblo, siguiendo por unos funcionarios más preocupados por seguir los mandatos de la burocracia mas estúpida e inhumana mareando al personal de un sitio a otro sin dar ninguna solución, sino enredando aún más la madeja, dejando todo este galimatías que sufrirá Pelageia en manos del chulo y petulante Don Diego que con este caso verá la oportunidad de representar a esos caballeros españoles embutidos en mil y una aventuras con el propósito de hinchar su maltrecha gallardía. Sin embargo, gracias a la asistencia de un grupo de jóvenes revolucionarios la verdad será defendida. Serán los jóvenes por tanto quienes prestarán el apoyo no brindado por los funcionarios del gobierno, más preocupados por satisfacer sus propios intereses que los del pueblo, a la inocente Pelageia, de modo que la justicia volverá a ser restablecida por la actuación y entusiasmo irradiado por el auténtico espíritu de la revolución: el de la ayuda desinteresada en apoyo de los más desfavorecidos señalados por los privilegiados cuyos derechos han sido violados sin ningún tipo de defensa.
Llama la atención la carga de crítica que contiene un film que en principio parece más un vehículo de entretenimiento sin sustancia y que finalmente se transforma en una profunda y afilada sátira en contra de esa administración socialista que ha sido devorada por la burocracia irracional e inconsciente. Y es que Don Diego y Pelageia se alza como una burla muy ácida y corrosiva de la deriva que estaba contagiando al incipiente comunismo soviético, totalmente abducido por las palabras y no por los hechos, estando cada vez más contaminado por las reglas y los mandatos en contra del raciocinio y de la verdad. En este sentido, se elevan como magistrales las secuencias en las que la vieja Pelageia se enfrentará a una barrera infranqueable sustentada por toda una gama de burócratas a los que les ha sido absorbido el cerebro por los manuales de procedimiento, siendo la anciana enviada de un sitio a otro con tal de quitársela de en medio y despejar el terreno en plan ventilador repartidor de mierda. Creo que esta fue una secuencia que debió cautivar al maestro Tomás Gutiérrez Alea, el cual debió tenerla muy en cuenta a la hora de escribir el guion de su obra maestra La muerte de un burócrata.
Puesto que partiendo de una historia desenfadada repleta de un humor costumbrista, y muy ligado a la parafernalia soviética, que explota la carcajada más fresca y divertida, Protazanov tejió una obra compleja y sediciosa que no deja títere con cabeza, machacando a la mal entendida burocracia en la que el papeleo y el absurdo sustituye al ingenio y a la justicia social. En este sentido Protazanov ridiculiza a esos funcionarios más preocupados por mantener el orden y las reglas que por entender a quien le exige algo de comprensión y ayuda. El maestro desborda talento e inteligencia, planteando la paradoja existente en la administración soviética, esa que en busca de la disciplina y del ejercicio de los mandatos del líder supremo dirige hacia una mar de situaciones disparatadas a su esencia y razón de ser, es decir, al propio proletario.
Con un tono de comedia hilarante rica en esperpento y ciertos toques surrealistas, Don Diego y Pelageia forma parte por méritos propios de ese grupo de comedias socialistas que han alcanzado el olimpo cinematográfico convirtiéndose en odas inolvidables a las que siempre es un gusto volver a acudir para reconciliarse con el cine en estado puro. Una crítica ácida y mordiente que convierte en héroes a esas víctimas de la locura en la que se convirtió la incompetente e inflexible burocracia que estaba empezando a vampirizar las administraciones del pueblo soviético. Una cinta que desgrana una intrincada historia de injusticias y atropellos al pueblo, que saltó todas las barreras que la censura podría haber planteado gracias a su refrescante tono de ironía, sutileza y sarcasmo que escondían esa indignación inherente a un maestro humanista y utópico que respondía al nombre de Yakov Protazanov.
Todo modo de amor al cine.