El cine de Godard sigue teniendo la cualidad de convertir su aparente condición extemporánea en una improbable virtud. Por muy directas y evidentes que sean las relaciones entre sus películas, sobre todo en su época militante con el grupo Dziga Vertov, y la realidad sociopolítica del momento, su forma de trabajar con las imágenes siempre apunta a un cuestionamiento mucho más profundo. Es más, el rumbo que ha tomado en sus últimos trabajos y, concretamente, con la recién estrenada El libro de imágenes, reafirman que a sus casi noventa años no piensa dejar de estar «del lado de las bombas», como él mismo afirma en un fragmento de la misma.
Casi 60 años desde que —junto al resto de artistas que formaron parte de la Nouvelle Vague— diese el pistoletazo de salida a la modernidad cinematográfica europea, más de 50 desde las protestas de mayo del 68 y algo más de 40 del comienzo de sus años trabajando con el vídeo y la imagen digital. No es casualidad que, al final de El libro de imágenes, Godard recite una frase de La estética de la resistencia de Peter Weiss. Sobre las vinculaciones entre el arte y la historia ya han corrido ríos de tinta, y sobre el papel de las imágenes en ellas también, pero cabe preguntarse cuál es el papel del espectador cuando, por un lado, cualquiera puede rodar una película —que se lo digan a Soderbergh y su iPhone— y, por otro, la publicidad y gran parte de la programación televisiva han vampirizado el potencial de las imágenes como medio expresivo.
En Los carabineros, película escrita junto a Roberto Rossellini, dos campesinos se alistan en el ejército motivados por la impunidad que les otorgará convertirse en soldados para disfrutar de todo lo que la pobreza les había alejado. La película explora territorios muy distintos, pasando de lo paródico a lo intertextual. Del mismo modo que Una mujer es una mujer parece un musical que se niega a sí mismo, a partir de revelar los mecanismos del género, Los carabineros se sirve del cine bélico para despojarlo de cualquier posible virtuosismo —el sonido desincronizado, violentos zooms e interpretaciones, especialmente la de sus protagonistas, entre el histrionismo y la autoconsciencia—.
En una escena del filme, el campesino ahora ya orgullosamente uniformado al que interpreta Patrice Moullet, decide acudir a una proyección cinematográfica. En la pantalla, una locomotora avanza, humeante, hacia el objetivo de la cámara. El campesino se estremece y, aunque parece asustado, su único gesto para evitar que el tren le arrolle es taparse el rostro con los brazos. Este es solo uno de los ejemplos de hasta qué punto las ficciones de Godard eran tal cosa, pues estaban atravesadas por una mirada crítica sobre los límites representativos del cine como medio reproductor, es decir, dónde acaba la huella de lo real en su transfiguración material.
En este sentido, Susan Sontag apuntó, también sobre Los carabineros cómo «Godard parodia el encanto equívoco de la imagen fotográfica». Michel-Ange y Ulysse, los soldados de pacotilla, vuelven de la guerra e ilusionados hacen creer a sus mujeres que traen un botín de valor incalculable. Sin embargo, mientras enumeran monumentos, obras de arte o maravillas de la naturaleza, vemos cómo se limitan a sacar fajos de fotografías de un baúl. Como sigue Sontag, «las fotografías son en efecto experiencia capturada y la cámara es el arma ideal de la conciencia en su talante codicioso». Y, precisamente, ahí es donde la película conecta con uno de los principales puntos que articulan el pensamiento del cineasta franco-suizo. El poder de las imágenes puede ser tal, que si no tenemos plena consciencia de su condición de artificio, puede ser extremadamente peligrosa, ya que deja de ser índice de una realidad a la que se refiere y de la que depende, para devorar esa realidad y distorsionarla por completo.
Es curioso que Godard sea uno de los que más haya anunciado la muerte del cine. De hecho, desde Film Socialisme su discurso ha sido abiertamente apocalíptico sobre la decadencia de Occidente y cómo la desvalorización del lenguaje era la prueba más evidente de ello. Sin embargo, por muy pesimistas que sean sus ideas, las formas de pensar o, mejor dicho, volver a pensar el cine, parecen apuntar en una dirección completamente distinta.