Jean-Luc Godard es el espiritista cinéfilo. Un hombre libre de ataduras que ha hecho su propio cine, pero que al mismo tiempo ha sido incapaz de salir del hermetismo de los movimientos cinematográficos, siempre dispuesto a adaptar su discurso, aparentemente impropio, a la lucha del momento. Afín a la crítica velada y con un estilo cambiante que siempre ha tenido unos ‹highlights› que apostillar como firma personal, todos seríamos capaces de reconocer a Godard en una película por lo metódico, y al mismo tiempo admirar su lenguaje visual como algo único.
Un hombre fiel al espíritu —como intentaba decir— y capaz de defender sus propias libertades estilísticas que encontró su nombre entre los fundadores de la ‹Nouvelle Vague› a finales de los 50, donde la poesía era una forma inconexa de narrar la rabia juvenil de aquella época (más que dorada, improvisada y seductora). Sin duda un cine pletórico del que muchos cineastas han surtido sus propios imaginarios, probablemente su mejor etapa, donde el experimento suscitaba más emoción: «Y momentos, uno detrás de otro, todos perpetuos, cada uno perteneciente a su propio universo y en conjunto adaptados a la infinidad de los sentidos. Hacer completa una historia que no necesita explicación» decía yo misma sobre Pierrot le fou cuando Godard era algo que necesitaba devorar con los ojos.
El director siempre ha tenido una mano atada a la ‹nouvelle vague›, y aunque suene como una apropiación cultural, él como nombre propio ha sido capaz de recordarnos ese estilo sin dejar de trabajar, practicando el intrusismo en todas las etapas globales que vendrían tras los jóvenes franceses de los 60, pero a «su manera». Llegaría a ser el revolucionario, en esta ocasión fijándose en lo político, con el Groupe Dziga Vertov (siendo Tout va bien uno de sus títulos más representativos), para luego decidirse a envejecer junto a sus trabajos. Pasada la rabia, quiso ver de cerca que sus reflexiones líricas se acercaran a la mitología y la religión (quizá lo más destacado es su visión de anunciación de carretera en Yo te saludo, María), aportando su propia mirada a los clásicos, siempre adaptados a su lenguaje. Los 80 y 90 fueron sus años de auto-búsqueda en otros territorios, hasta alcanzar ese momento en el que uno ya tiene edad para conocer el cine tanto que se cree en la potestad de afirmar en alto cuál ha sido su historia; así, entre lo experimental y lo documental ha ocupado sus últimos años, para demostrar que Godard lo ha probado todo, trabajando con celuloide, pasando al digital, hasta a las tres dimensiones ha sucumbido en la colectiva 3x3D. Pero siempre he tenido la impresión que Godard es un experto ombliguista: sintiéndose perdido o centrado en un objetivo, ha conseguido que su piel cambiante siguiera el espíritu propio, para dejar un legado que se amontona en un rincón de la Historia del cine.
Siendo cierto que adoro sus inicios, entrar en etapas posteriores te permite experimentar esa sensación de tirarse al charco con los ojos cerrados, a ver con qué te encuentras. Con su habitual decisión de hacer lo que le daba la gana, en 1990 decidió titular a una de sus películas Nouvelle Vague, y sin formar parte del movimiento, diría que es capaz de recoger esos hitos que siempre han dado nombre al realizador, enclaustrados en una historia de intriga que uno solo es capaz de imaginar si se la explican.
Nouvelle Vague es una película de capas y referencias que en comunión formulan algunas preguntas esenciales de la humanidad. Y sale Alain Delon.
Godard siempre fue leal a los planos secuencia en los que una cámara se mueve en travelling horizontalmente de derecha a izquierda sin seguir con precisión una única conversación o un personaje concreto, simplemente moviendo la cámara hasta que esta se acerque y aleje entre varias acciones concretas que, a su vez, también están en movimiento. Como si volviese a trasladarse frente a las cajas registradoras de un Carrefour de los 70 en Tout va bien, aquí se mezcla lo industrial (ya sea una hilera de coches o una cadena de construcción en una fábrica) con citas de grandes literatos que surgen de las bocas de sus intérpretes como si conversaran airadamente sobre tuercas. Y piensas que Godard no se olvida de sí mismo.
También conocemos su gusto por una cámara fija, cercana a un rostro (y por qué no elegir el de una mujer que está ensimismada en sus propios pensamientos y que aporta un perfil cercano a la perfección), mientras una conversación se sucede de fondo sobre los complejos sentimientos que implican las relaciones hombre-mujer-universo, y aquí piensas en Vivir su vida y las pestañas de Anna Karina. Y está claro que es incapaz de olvidarse de sí mismo.
Porque Godard se quedó fascinado ante la protesta, y ha sabido mantener en el tiempo como una punzada su mirada hacia el capitalismo, empleándolo en Nouvelle Vague como un objeto contra el que blasfemar mediante la retórica. Capaz es de citar los versos que Dante escribió para La divina comedia «nel mezzo del cammin di nostra vita mi ritrovai per una selva oscura» y enfrentarlos a Karl Marx un poco después, y mantiene en una mezcla de imágenes campestres tremendamente verdes y espaciosas contrapuestas a una selección de espacios donde prima lo material, para establecer la comodidad elaborada del rico y el posicionamiento de la servidumbre a sus pies —«somos pobres» le dice una doncella a otra, que se tratan a golpes constantemente—.
De la intrincada mezcla descubrimos que lo esencial no es tan importante en una historia y como pequeñas pinceladas aparece ese personaje que se construye, desnuda y reubica al hombre inesperado frente a la mujer exitosa, una historia de posicionamientos y amor que tiene un tono leve frente a tanto estímulo que nos ofrece la pantalla, mucho más cargado en el diálogo que en el sosiego de sus imágenes, y siempre salpicado por sus letreros anunciantes —pantalla a negro, grafismo, ni siquiera la necesidad de silenciar al interlocutor—.
Nouvelle Vague no es un homenaje a todo un estilo cinematográfico, es más un reencuentro con los experimentos socio-políticos de Jean-Luc Godard y un estudio del impulso del doble relato sobre una misma historia. Su nombre es una casualidad rebuscada que nos recuerda que sabe manipular imagen y sonido, consiguiendo que su inconexión no sea un problema para crear una narración concreta, incluso cuando uno es capaz de utilizar palabras que le resultan ajenas y, con lo sencillo de la intencionalidad interpretativa, puede darle un significado mucho más impulsivo (y a la vez teatral) del que concibió su inicial orador.
Por cosas así, Godard sigue vigente en nuestras pantallas.