Con la realización de su última película Van Gogh, a las puertas de la eternidad, el neoyorquino Julian Schnabel demuestra que sigue obsesionado por retratar, con su peculiar estilo narrativo, la vida de ciertas figuras que han formado parte de sus vivencias y obsesiones a lo largo de su trayectoria tanto profesional como vital. El hecho de que todas sus obras cinematográficas hayan versado alrededor de la biografía de personajes tan fascinantes como rebeldes parece refrendar dicha afirmación. Y es que Schnabel supo desentrañar la lucha y superación de gente como Reinaldo Arenas (regalando por otra parte uno de sus mejores papeles a nuestro compatriota Javier Bardem), Jean-Dominique Bauby, Hind al-Husseini y con su reciente estreno la del artista Vincent Van Gogh. Todos ellos personajes con luces y sombras que tuvieron que enfrentarse a la sociedad y convencionalismos vigentes en sus respectivas épocas, algo que supuso que tuvieran que encarar una pelea titánica, y casi suicida, por defender sus ideales y ofuscaciones.
Y es que Schnabel no es un cineasta al uso. Su pasado como reputado artista plástico supone un peso importante íntimamente ligado con su carrera como cineasta. En su cine existe cierto sentido trascendente en relación a la contienda existente entre el mundo del arte y la propia existencia. De esos nichos irrenunciables que el artista debe afrontar para poder desarrollarse en su ámbito intelectual, aunque ello pueda conllevar hundirse en las mareas de la locura y la marginalidad. De la confrontación entre la belleza que explota la creación y esa fea vida cotidiana que todo lo corrompe. De los límites que transgreden realidad y ficción. Pintando, por consiguiente, retratos abstractos y evidentemente deformados de figuras tan reales como tú y yo, pero que desprenden una intimidad ciertamente sugerente y atractiva, brindando pues un homenaje a la imagen del desplazado, del apestado, de esos seres que no se conforman con ser una mera comparsa en este mundo afectado por una exasperante normalidad.
En este sentido brotó su ópera prima como director de largometrajes. Y es que Basquiat dista mucho de ser el arquetípico biopic que tan de moda está últimamente a raíz de ciertos estrenos que han llegado en los últimos años a nuestras carteleras, de enorme éxito por otra parte. Como su propio título indica, la película gira alrededor de la vida de uno de esos extraños sujetos que nacieron en los albores de la década de los 80: el pintor y grafitero Jean-Michel Basquiat. Un hijo de su tiempo (los años 80) que dejó un inmenso legado tanto existencial como cultural. Adorado por muchos, detestado por no pocos, imagen icónica de una década desenfrenada que vio perecer a la mayoría de sus efigies (como el propio Jean-Michel) víctimas de la heroína y otras drogas duras.
Pero Schnabel evita en todo momento enjuiciar al homenajeado, no entrando por tanto en indagar en los aspectos más turbios y oscuros de su amigo. Y es que un punto maravilloso que contiene el film es este hecho, pues la película tiene algo de autobiografía: el propio Schnabel aparecerá como personaje incrustado en el relato bajo pseudónimo y con el rostro del siempre camaleónico Gary Oldman. Basquiat se eleva ante todo como una celebración nostálgica de la figura de Jean-Michel Basquiat, y también una ofrenda a una época, los años 80 de ese Nueva York bohemio y transgresor que surgió en los vértices del SoHo, en donde Andy Warhol podía conversar sin ningún tipo de preventa con artistas callejeros sin nombre a la espera de ser descubiertos por el mecenas de turno.
Desde el punto de vista cinematográfico la película muestra todas las virtudes y defectos de ese cine indie estadounidense nacido en los años 90: mezcla de telefilm con cierto estilo vanguardista en lo que a la imagen y el montaje se refiere. Aquí Schnabel introduce ciertos trucos de montaje que evocan a la Nouvelle Vague Godardiana, aunque solo a modo de artificio puntual. Pero lo que llama la atención es el elenco que se reunió en esta ópera prima de alguien que se notaba no era un recién llegado al ambiente artístico cinematográfico. En este sentido, podemos observar algunas de las caras más populares del cine estadounidense de los 90, empezando por el inquietante Michael Wincott quien ostenta un papel importante bajo la figura del pintor René Ricard. También Benicio del Toro como el amigo puertorriqueño de Basquiat y la guapísima Claire Forlani, una musa del cine independiente USA de los 90 reconocida por haber participado en la empalagosa ¿Conoces a Joe Black? junto a un teñidísimo Brad Pitt, como la novia del homenajeado. Asimismo, en papeles más testimoniales veremos a Willem Dafoe, Christopher Walken (en un cameo como periodista sin nombre bien jugoso), Dennis Hopper (interpretando al mecenas suizo Bruno Bischofberger), Gary Oldman (con un personaje de ficción que realmente adopta la figura de Julian Schnabel pues tanto su hijo en la ficción como su esposa son realmente el vástago y la cónyuge de Schnabel), Tatum O’Neal y hasta la siempre enérgica y eterna viuda del ‹grunge› Courtney Love en un papel que parece emular a la rubia platino Madonna quien fue amante de Basquiat según las malas lenguas. Sobresaliendo entre todos un David Bowie que interpreta un Andy Warhol extraño, afeminado, frágil pero a la vez contundente y robusto.
En el papel de Basquiat cumple con creces otro grande de los 90, un Jeffrey Wright al que se le nota muy a gusto en su papel, regalando una interpretación sublime y sobrada que aúna ciertos momentos cómicos y desenfadados con otros de mayor profundidad y desgarro, amoldándose en cada momento a lo que el personaje requiere. Y es que uno de los puntos que engrandecen la nota del film es sin duda el rostro entre infantil y descarado de Wright, quien supo mimetizarse con Basquiat a niveles casi fantasmagóricos.
En cuanto a los pasajes que Schnabel decidió incluir en el guion, como he comentado en párrafos anteriores, podrían ser catalogados de algo superficiales. No veremos a Basquiat pinchándose heroína ni caminar como un drogadicto sin rumbo por las calles del SoHo, ni tampoco se explorarán en demasía las misteriosas relaciones familiares que existían entre el artista y sus progenitores. No es la psicología de Basquiat lo que parece interesar a Schnabel. Lo que sí le interesa es reflejar un estilo de vida casi extinguido, el del artista suicida que anhela alcanzar la eternidad más allá de la muerte, mostrando el ascenso meteórico de un hombre sin nombre ni fama que llegó a codearse con la ‹crème de la crème› del mundillo artístico mundial, amasando ingentes cantidades de dinero y gloria, pero también de vacío y soledad. Exhibiendo igualmente los entresijos del mundillo artístico, de esos marchantes ambiciosos que sueñan con descubrir a nuevas figuras para vampirizarlas. Y en paralelo, homenajeando a Andy Warhol, quien bajo el rostro de Bowie se convierte en una especie de alter ego crepuscular de Basquiat. Así, la cinta morirá con la desaparición tanto de Andy como de Basquiat, los cuales ofrecerán un viaje alterno y en paralelo durante el desarrollo de la trama planteada por Schnabel. El cineasta parece que desea plantear una metáfora alrededor de lo viejo y lo nuevo, entre la vieja gloria acomodada y la rabia inherente a esa juventud que no percibe el riesgo. Ambos se idolatraban y percibo que también se envidiaban. Y a ambos les esperaba el mismo final: una muerte ochentera y recargada que aguardaba con su guadaña con hombreras dar cobijo a diferentes maneras de vida.
Por tanto Basquiat se alza como una película hija de su tiempo. Una propuesta ambiciosa con ínfulas de cine divergente que acota mucho su riesgo en cuanto al planteamiento de su relato. Un biopic que abdica de los tics característicos de su género, arrojando una celebración cordial y afectuosa sobre la figura de Basquiat y también sobre los juegos, encantos y vaivenes del arte plástico estadounidense durante esos años ochenta donde lo pop y lo extravagante se daban la mano con sumo gusto. Una obra que desde el punto de vista narrativo abarca no pocos puntos comunes con la forma de crear de Schnabel en lo relativo a la construcción cinematográfica, siendo uno de esos puntos la compasión, amor y cariño que demuestra por sus personajes protagonistas haciendo hincapié en la atracción que el artista exhibe hacia su cuadro, hacia su obra maestra. Una cinta repleta de gente guapa y ‹cool› de los 90 que echó el resto para forjar un producto que con sus irregularidades y deficiencias no deja de ser una película entrañable, encantadora y complaciente que exhala ese añorado cine americano indie de los noventa y que por otra parte sirve de perfecto instrumento para adentrarse en el cine de uno de esos creadores que siempre dejan un buen sabor de boca: Julian Schnabel.
Todo modo de amor al cine.