Si bien el cine japonés sufrió un leve retroceso en cuanto a calidad de sus producciones en la década de los ochenta (suceso similar al ocurrido con el séptimo arte estadounidense que igualmente giró su sustrato hacia una índole más comercial que artística), no resulta complicado encontrar en su seno perlas de gran profundidad y belleza como es el caso de esta maravillosa obra rodada en 1983 por el viejo maestro de la Nueva Ola Japonesa Koreyoshi Kurahara, quien tras haber sido uno de los miembros fundacionales de esa nueva forma de hacer cine que nació en el país asiático allá por finales de los años cincuenta (suyos son tres de los filmes claves de esa época tales como I Am Waiting, The Warped Ones y Black Sun), pasó a enfocar su carrera en los proyectos televisivos regresando puntualmente al celuloide para matar el gusanillo que encendía la llama cinéfila de una de las figuras más relevantes del cine japonés de los sesenta.
Antarctica se convirtió de forma instantánea en una de las películas de mayor éxito de taquilla de la historia de Japón. Quizás porque el público nipón de los 80 necesitaba sentir en pantalla grande esa épica aventurera y de superación que antaño destilaban las obras surgidas en el Japón pretérito. Asimismo, tuvo mucha influencia la mágica partitura compuesta por el griego Vangelis que en la cinta que nos ocupa supo tejer una melodía plena de melancolía, nostalgia a la vez que heroica, algo que necesitaba como el comer la narrativa que eligió el sensei Kurahara para apuntalar la trama que vertebra el film. Y es que esta es una película claramente sensual, que prefiere deleitarnos con la introspección, con un realismo escalofriante y con el silencio en lugar de con esos fuegos de artificio metidos con calzador que suelen explotar aquellas producciones que hacen girar su sustrato en los alrededores del cine de supervivencia extrema. Algo diametralmente opuesto por tanto a la opción elegida por Frank Marshall en su remake americano Bajo Cero, cinta que no obstante logró un cierto éxito gracias al carisma que poseía el tristemente fallecido Paul Walker por aquellos años que distan de su estreno en cines.
Otro punto que excitaría la curiosidad del espectador japonés deriva del hecho de que la cinta recupera un suceso real que tuvo lugar a finales de los cincuenta, cuando una expedición japonesa que intentaba explorar la inhóspita Antártida, en la línea de esa fiebre que afectó a las viejas potencias por colgarse la medalla de ser las pioneras en descubrir nuevos horizontes hasta ese momento desconocidos, se vio obligada a abandonar su proyecto antes de tiempo ante la irrupción de una salvaje tormenta de nieve que pondría en peligro la vida de los intrépidos científicos y aventureros arribados a tierras de hielo. Pero en su huida en helicóptero rumbo al rompehielos encargado de su rescate, los expedicionarios se vieron obligados a abandonar a su suerte a una partida de perros Huskies de Sajalín (raza de perros de nieves autóctona de Japón) que unas semanas antes habían salvado a dos de los científicos que lideraban la expedición, quienes se habían perdido sin rumbo en la mitad de un paraje colmado de nieve y hielo.
Partiendo de este hecho histórico la cinta se divide en dos partes claramente diferenciadas. En un primer tramo Kurahara mostrará con un realismo casi documental la vida de los científicos en medio de la nada mientras avanzan en sus exploraciones de la zona desconocida con la ayuda de sus fieles perros tiradores de trineo. En esta primera parte apenas aparecerán diálogos y conversaciones entre los pocos personajes humanos que emergerán en la pantalla, entre ellos los profesores Ushioda (interpretado con ese laconismo tan característico que tenía por Ken Takakura) y Ochi (con el rostro de Tsunehiko Watase). Kurahara se gusta renunciando a narrar una trama propia de una película de aventuras dejándose cautivar en cambio por la belleza de los paisajes helados en donde tiene lugar la historia, plasmando con primorosas panorámicas el esplendor y magnificencia de los parajes captados, todos ellos embellecidos por el acompañamiento de la música de Vangelis. En estos primeros compases del film serán los silencios, los encuadres pictóricos de los perros liderando los trineos y los vaivenes en principio sin importancia de esos osados humanos que malviven en la Antártida los principales ejes sobre los que pivotará la película. Algunas de las secuencias brillan por su impactante realismo, pues más bien parece que estemos contemplando un documental de naturaleza en lugar de un relato de ficción. Kurahara primó así la realidad extrema sobre cualquier brochazo escénico. Veremos a los perros dejarse el aliento en condiciones agónicas, a los científicos fustigar con su látigo a los canes para someterlos a la dureza del emplazamiento, mezclando estas secuencias espectaculares con otras de mayor intimidad que exhiben a los científicos encerrados en pequeños chamizos sitos en la intemperie charlando de tecnicismos que impiden en principio conectar al cien por cien con la propuesta planteada a nivel narrativo por el maestro.
Sin embargo el talante del film dará un giro brusco de ciento ochenta grados en el momento en el que, motivado por las inclemencias meteorológicas, los científicos se verán obligados a abandonar su meta dejando a su suerte a los perros que anteriormente habían sacrificado su propia vida para salvar a sus amos. En este segundo vector Kurahara desbrozará la epopeya en dos direcciones inicialmente opuestas que finalmente se darán la mano. Por un lado, plasmará la mala conciencia y martirio psicológico a los que se verán abocados Ushioda y Ochi, quienes conocedores del acto inhumano cometido contra sus nobles compañeros perrunos decidirán emprender un viaje interior con el fin de expiar sus pecados, en el caso de Ushioda abandonando su carrera en la universidad y en el de Ochi alejándose de su insatisfactoria vida conyugal al lado de una mujer caprichosa que no entiende el tormento que aprisiona la mente de su marido. Y por otro lado arrancará el verdadero sentido de la película. La ambición de Kurahara, que no es otra que otorgar el protagonismo absoluto de su película a los perros.
Sí, pues a partir de esta ruptura argumental la cinta verterá su noción hacia el de la épica de supervivencia, pero liderada ésta por héroes de cuatro patas en lugar de dos. Y la cosa funciona. Sin diálogos, con una narración que se apoya en la imagen y en una forma de expresar próxima al cine silente. Pegando la cámara muy cerca de los perros. Acompañando a los ocho de los quince perros que lograrán zafarse de las cadenas que les habían impuesto los humanos con destino a una muerte más que segura ante la avalancha de hielo y nieve que acompaña a la tormenta desatada. Estos son Riki, Anko, Shiro, Jakku, Deri, Kuma, Taro y Jiro. Los dos últimos los dos hermanos que auxiliaron en un pasaje anterior detallado por el film a Ushioda y Ochi. Y sin otro recurso que una cámara que enfoca con una planificación precisa, bella y arriesgada las peripecias de los ocho héroes caninos y una música que embriaga por las sensaciones que transmite, el sensei construyó una película durísima, triste y violenta.
Pues lejos de ser condescendiente para con sus héroes, Kurahara los sometió a unas condiciones de rodaje extremas, de un realismo crudo y salvaje, difícil de digerir en algunos tramos del relato. Aquí no hay trampa ni cartón. Seremos testigos de escenas feroces y brutales. Observaremos como uno a uno los perros irán perdiendo la vida, presas de trampas de hielo, ahogados al caer al mar víctimas del hielo resquebrajado, comidos por tormentas de nieve, abatidos en sus maltrechas piernas cansadas de tanto corretear por el frío suelo… Uno a uno Kurahara homenajeará a sus protagonistas con el nombre del caído y su edad, al estilo de los héroes de guerra que dieron su vida por salvar la nuestra. Entre medias no dudará en exponer alguna secuencia ciertamente escalofriante, como el ataque de la jauría de perros evadidos a una foca (de un realismo atroz, no me quiero imaginar como acabaría la foca mártir de la ferocidad presentada) y a un albatros. O esa secuencia en la que uno de los perros, el líder Riki, será atacado por una orca que prácticamente parece devorarlo, provocándolo una herida en la pierna de efectos mortales.
Y la película funciona. Y mucho. Cautiva por su realismo. Hipnotiza con su visión salvaje de la Antártida. Lloramos cuando los perros van pereciendo como moscas en una tela de araña. Entendemos su calvario, y deseamos que se salven sea como sea. En ciertos momentos de la película la angustia que se impregna en el alma es sofocante. Cada caída del héroe la sentimos como la de alguien muy cercano. Nos cuesta respirar con cada pesar de los perros, con sus correrías, con sus intentos de sobrevivir y superar los obstáculos que se encontrarán en su camino, salvados muchos de ellos gracias al instinto innato. Existe algo primitivo en la épica hilvanada por el maestro Kurahara. Sin duda nos atrae ese regreso a lo primario, a lo salvaje, a eso que supo muy bien transmitir gente como Jack London. Aquí se barrunta esa leyenda adscrita al universo del western y al del cine de samurais. Los perros adoptan la forma de esos vetustos guerreros japoneses pasados de moda para su cine. Su inmolación es similar a la que hemos disfrutado en muchas películas protagonizadas por Mifune o Nakadai.
Tan solo obtendremos un cierto respiro cuando la cámara de Kurahara regresa a la civilización para informarnos del desarrollo de las vidas en la ciudad de los dos científicos protagonistas. De sus remordimientos. En cierto sentido, esta parte del film me evoca a ciertos pasajes de Los gritos del silencio y al periodista interpretado por Sam Waterston quien igualmente padecía ese sentimiento de culpa ligado al abandono a su suerte de su intérprete camboyano Dith Pran. Pues al igual que en la cinta de Joffé, los dos científicos emprenderán una ardua pelea que los llevará de nuevo al lugar de partida, y finalmente a su encuentro con los dos héroes supervivientes, los hermanos Taro y Jiro, explotando toda la emoción que puedan imaginar en una secuencia final lacrimógena y soberbia que queda marcada en la memoria hasta el resto de nuestros días.
Es cierto que ciertas secuencias se observan demasiado desgarradoras. Hay quienes criticaron a Kurahara por ello, pues parece un hecho que los animales protagonistas estuvieron expuestos a una violencia recargadísima y en algunos casos obscena. Si bien el equipo de rodaje negó que ningún animal sufriera heridas o martirio, es cierto que resulta imposible creer a ciencia cierta dicha afirmación si uno analiza con detalle las secuencias más realistas de la película. Lejos de polémicas, Antarctica se eleva como una obra maestra sin discusión, una cinta inolvidable de una emotividad a flor de piel que sabe mezclar con la sapiencia de un cirujano la épica de la supervivencia con la emoción y el suspense y sin contar con apenas diálogos. Dejando que sea la imagen quien nos seduzca, explorando los sentidos como lo hacían los viejos realizadores del cine mudo. Afectándonos moralmente con un ejercicio de realismo que quita el hipo, describiendo un doloroso viaje que finalmente concluirá con un happy end de esos que no empalagan, sino que nos reconfortan y nos mueve. Una de esas cintas inolvidables.
Todo modo de amor al cine.