Klaus Kinski fue uno de los personajes más perturbadores e hipnóticos de la historia del cine de todos los tiempos. Marcado quizás por su enrolamiento cuando apenas contaba con dieciocho años en el ya abatido ejército nazi durante las postrimerías de la II Guerra Mundial, su carácter indómito y áspero dejó huella en aquellos rodajes por donde pasó. Conocidos eran sus exabruptos y mala lengua que embarraba el ambiente de los filmes en los que participó. Según su percepción, todas las películas en las que trabajó eran basura pura, de hecho él mismo se refería a su persona como el de una puta que solo laboraba por dinero.
A David Lean, con quien coincidió en Dr. Zhivago, lo calificó como un cineasta sin talento capaz únicamente de dirigir mierda. A su afamado enemigo íntimo Werner Herzog (el director que mejor supo exprimir la demencia de Kinski) le dedicó estas hermosas palabras recogidas de una anotación de la Wikipedia en homenaje a Kinski: «Es un individuo miserable, se me pega como una mosca cojonera, rencoroso, envidioso, apestoso a ambición y codicia, maligno, sádico, traidor, chantajista, cobarde y un farsante de la cabeza a los pies. Su supuesto talento consiste únicamente en torturar criaturas indefensas y, si hace falta, matarlas de cansancio o asesinarlas. Nadie ni nada le interesa, a excepción de su penosa carrera de supuesto cineasta. Impulsado por un ansia patológica de causar sensación, provoca él mismo las más absurdas dificultades y peligros y pone en juego la seguridad e incluso la vida de otros, sólo para después poder decir que él, Herzog, ha domeñado fuerzas aparentemente insuperables. Para sus películas echa mano de personas poco desarrolladas mentalmente y de diletantes, a los que puede manejar a su antojo (¡y, supuestamente, hipnotizar!), y a los que paga un salario de hambre, y eso si les paga. El resto son tullidos y abortos de todo tipo, a fin de parecer interesante. No tiene la menor idea de cómo se hace una película». También dejó su marca en el rodaje en España de El caballero del Dragón. Parece que le arrancó una parte de la barba a su director, el madrileño Fernando Colomo, como muestra de su descontento. El propio Fernando dejó entrever su particular calvario en un famoso artículo publicado en el diario El País a modo de despedida de Kinski con motivo del fallecimiento del actor germano en el año 1991.
De los pocos profesionales del cine que hablaron con cierto cariño del alemán destaca Jesús Franco. Según el madrileño Kinski era un demente afectado por una grave paranoia esquizoide, al que por tanto no había que tomarlo muy en serio, sino únicamente dejar que reventara todo su odio contra el mundo sin oponer resistencia para al día siguiente volver a arrancar la jornada sin recordar los malos momentos sufridos el día anterior. Desentrañando la biografía del personaje, podemos encontrar muchísimos aspectos oscuros cuando no vomitivos. Kinski era un reconocido adicto al sexo de una apetencia sexual ilimitada. Ello no es un punto negativo por sí mismo, pero en el caso que nos ocupa parece que desembocó en algún posible episodio de intento de violación, ultraje, pedofilia y abusos sexuales como los soportados por dos de sus hijas (Natassja y Pola Kinski quienes hace unos años desempolvaron de sus memorias estas asquerosas vejaciones infringidas por parte de su progenitor).
Este pequeño resumen de la trayectoria vital de Kinski es necesario para reseñar la que fue su única película como director —y a la postre casi su última cinta también como actor—, realizada allá por finales de los años 80 y titulada Kinski Paganini. Kinski sentía una atracción enfermiza sobre la figura del violinista del diablo Niccolo Paganini. Tan enfermiza que en algún foro llegó a declarar que él era la reencarnación de Paganini. Sin duda el actor fetiche de Herzog encontraba enormes paralelismos en su vida con la del célebre especialista del violín. En primer lugar su condición de apestado, pues ambos no eran profesionales muy bien vistos por sus compañeros de sus respectivas generaciones. En segundo lugar Kinski tenía un enorme concepto de sí mismo, en el sentido de considerarse un superdotado de su ocupación, estando el resto de los mortales dos o tres escalones por debajo de su genio y magnificencia, vinculando esa genialidad con la que poseía el mágico Paganini, siendo pues la improvisación genial el ámbito de creación que abrazaron tanto Kisnki como el concertista italiano. Igualmente Paganini fue un depredador sexual de su época, generando orgasmos de placer musical y sexual a infinidad de damas. Finalmente el virtuosismo de Paganini implicó que fuera tildado de hereje, existiendo diversas leyendas que aseguraban que el músico había firmado un pacto con el diablo, otro punto que conecta la vida de ambas personalidades fundamentalmente a través de esos monólogos cargados de blasfemia que caracterizaron el Jesus Tour del intérprete alemán.
Bien, pues eso es fundamentalmente Kinski Paganini. Una obra demencial e indescifrable que supone ante todo un legado de la forma de concebir el séptimo arte y la propia existencia por parte de su autor. La obra de un psicópata en toda regla. La de un vampiro que necesita la sangre y el sufrimiento ajeno para poder alimentarse. La película adolece de una línea argumental clara por dos motivos: por la propuesta conceptual de Kinski de construir un producto sin ataduras morales ni axiomáticas (Kinski había escrito el guión y deseaba que su enemigo Herzog se encargara de la dirección, aunque el autor germano declinó amablemente la oferta al leer el texto), pero asimismo por el hecho de ser una obra inacabada que inicialmente se había configurado como una miniserie de 16 horas financiada por la RAI y que por intervención de los productores al ver algunos fragmentos de lo que ya había sido rodado fue inmediatamente cortada y censurada para evitar una catástrofe de proporciones mesiánicas.
No hay calificativos para etiquetar una cinta enfermiza como pocas (en mi opinión una de las cintas más enfermizas que jamás haya visto el que escribe, y no he visto pocas películas). Aquí están presentes todos los traumas de Kinski. Su egocentrismo. Su sentimiento de frustración por tener que compartir el aire con los simples mortales. Sus morbosas preferencias sexuales, ya que la cinta explota un alto voltaje erótico a la manera del sexploitation italiano de los setenta, incluyendo algún pasaje pedófilo ciertamente inquietante. Su gusto por la dialéctica de la imagen, puesto que apenas se introducen diálogos y conversaciones coherentes a lo largo del metraje, siendo el lenguaje corporal, gestual y visual el modo en el que Kinski narra sus emociones y fobias de un modo penetrante y absorbente.
Un punto que Kinski deja claro es que él y Paganini son figuras que se mimetizan sin que el espectador sepa muy bien quien es quien en cada secuencia y escena radiografiada por la portentosa cámara de Kinski. En este sentido, Kinski refleja a Paganini como un perturbado envenenado por el aroma del arte que profesa. Creo que Kinski no se basó en ninguna biografía autorizada del genio italiano para escribir el guión, sino que se apoyó en sus propias experiencias personales, convirtiendo de este modo a Paganini en una correa de transmisión de sus vivencias propias. Y es que aquí aparecen episodios demasiado explícitos y detallados. Como por ejemplo las propuestas deshonestas que Kinski realiza a menores de edad con la finalidad de acostarse con ellas o incluso una repugnante escena de abusos sexuales a Achille hijo de Paganini (interpretado por un jovenzuelo Nikolai Kinski para que todo quedara en familia) que parecen desprender una especie de confesión de las barbaridades consumadas por Klaus contra sus hijas. También el aislamiento del artista como un incomprendido que solo encuentra refugio en su arte. Ello es moldeado a partir de una estructura de construcción cinematográfica que se centra en captar al artista ejecutando su oficio, sin hablar con nadie, sin comunicarse más allá que con el sonido que irradia su violín.
Así, la película avanza de forma amorfa, mediante esbozos de genialidad sin ningún tipo de coherencia. Y es que esto es la cinta. Un batiburrillo de escenas interconectadas, pero marcadamente independientes, siendo el punto de conexión la exhibición de Paganini tocando en primerísimo plano (con el rostro desfigurado de Kinski) mientras en paralelo se muestra al maestro ejecutando cópulas con diversas féminas o disfrutando de sexo anal. Arrastrando a sus amantes al orgasmo tanto a través de su música como de su pene. Varias son las secuencias en las que un público femenino desatado estalla en un éxtasis incontrolable en medio del teatro de la ópera donde Paganini ha ejecutado su interpretación del violín. Kinski adorna este arrebato incontrolable con imágenes de señoras masturbándose imaginándose siendo penetradas por el arco del instrumento viril de Paganini. Y tras dicha composición Kinski vuelve a magnetizar la pantalla con su rostro desencajado, incluyendo cortes sin sentido, como ese sugestivo paseo filmado a cámara lenta del artista caminando por las calles de Venecia, sin duda toda una pedantería de Kinski que parece querer avisar al espectador que su cinta ante todo es una celebración de su personalidad.
Ante esta descripción que he efectuado seguro que os preguntaréis que me ha llevado a reseñar una película con estas características en principio para nada halagüeñas. Pues lo que me ha llevado a ello ha sido su poder de fascinación. Y es que Kinski supo convertir lo repugnante en atrayente gracias a un vestido visual narcotizante, que es pura droga para los sentidos del espectador. Se nota la influencia de Herzog en esa grafía poética que apuesta por el silencio y la narración pictórica. Ello se observa en muchas secuencias, siendo la más significativa para mí aquella en la que Kinski reproduce en escena La pesadilla de Johann Heinrich Füssli, vinculando al inquietante ente que aparece en el cuadro con su propia figura mientras seduce a una dama afectada por los influjos de Morfeo. En este sentido, Kinski Paganini se eleva como un fresco de enorme belleza visual tiznado con un fulgor de oscuridad y decadencia. Asimismo el carácter enfermizo que desprende la película queda impregnado en la mente del espectador. Y es que no importa que la cinta carezca de sentido argumental. La misma transmite emociones mediante los sentidos, pinchando al espectador para sumergirlo en un mar turbio y confuso, similar a una inyección de un narcótico de peligrosos efectos. Son muchas las secuencias que quedan grabadas en la memoria, y también la interpretación de Kinski que no deja nada en el tintero, tirando de experiencia y vísceras para tejer un personaje morboso y loco. Uno de esos desequilibrados que Klaus clavaba a la perfección, seguramente porque el desequilibrio mostrado no era ficticio, sino que formaba parte de su sangre y piel. Sin duda, Kinski Paganini es una de esas películas que a nadie deja indiferente y por tanto merece la pena echar un vistazo.
Todo modo de amor al cine.