Un niño libanés comparece frente a un tribunal. Al otro lado del escenario, sus padres… O, al menos, lo que hasta hace un tiempo consideraba como tales. Porque Zain ha decidido que el hecho de otorgarle la vida en este infame mundo es circunstancia suficiente para denunciarles. Tras exponer que el chico está cumpliendo una condena de 5 años de prisión en una cárcel de menores por apuñalar a un hombre, podemos comenzar a entender qué le ha llevado a emprender esta cruzada frente a aquellos que, supuestamente, más deberían quererle. Pero el crimen descrito parece una minucia cuando a continuación, y a través de varios flashbacks, se descompone lo que ha sido la reciente vida de Zain.
Con Cafarnaúm, la cineasta libanesa Nadine Labaki ha tenido que afrontar salvajes críticas que le acusan de proyectar una mirada cinematográfica muy poco ética. La realidad es que su tercera obra, tras la decente Caramel y la más satisfactoria ¿Y ahora adónde vamos? (con la que, pese a todo, también recibió reproches) es, con mucha diferencia, la más incómoda de visionar. Basta señalar que la maldad que algunos consideran innata a nuestra especie alcanza una de sus mayores cotas cuando se ejerce de manera paternofilial, esto es, tratando a tus propios hijos como algo prescindible y a semejanza de cualquier otro producto.
Aquí es donde aparece uno de los grandes debates que plantea la cinta. ¿Se pueden juzgar las acciones de unos padres que viven sumidos en la pobreza y que apenas pueden dar una comida al día a sus retoños? ¿O merece la pena arriesgarse a la muerte de la familia con tal de no caer en alguna de las más bajezas morales que pueden existir? El problema no parece residir tanto en el sentido al que va dirigido la respuesta (que, de hecho, tampoco resulta clara si analizamos lo que sucede con cierto personaje secundario), sino en el modo en que Labaki se acerca a este debate. Como servidor no es muy amigo de entrar a juzgar la ética de terceras personas, es mejor centrarse en los aspectos más cinematográficos del film.
En realidad, Cafarnaúm no parece sostenerse sobre una propuesta demasiado cohesionada. El propósito inicial de la obra es seguir el rastro de miserias por el que atraviesa Zain, uno de los pocos personajes que parece rebelarse contra la amoralidad de los que le rodean. El otro está encarnado por una migrante etíope que Labaki nos presentó en una de las escenas iniciales y que aparece por casualidad en la vida de Zain. Un encuentro que ya de por sí no se muestra con la naturalidad que debería y que, a la postre, generará un desdoblamiento en la narración de Cafarnaúm nada adecuado para facilitar la coherencia entre escenas. El caos podría darse por bueno si esa fuese la intención de la película, pero en este caso parece claro que se debe más a una debilidad involuntaria que a un propósito de la directora.
Tampoco las imágenes gozan de fuerza suficiente como para alimentar a Cafarnaúm de ese interés que más parece reclamar conforme pasan los minutos. Es cierto que son secuencias duras y probablemente apegadas a la pobreza del lugar, pero eso no las justifica por sí mismas. Hace falta un instrumento que las una, que en este caso no corresponde ni a Zain, por desagregarse su relato ya entrada la segunda mitad de la cinta, ni a la propia representación de Beirut, algo desfavorecida por una puesta en escena tosca, ni siquiera a la gracia de su directora para contar estas pequeñas historias, una habilidad que demostró en anteriores trabajos pero que apenas hace acto de presencia aquí.