Bajo el mismo techo, último estreno dirigido por Juana Macías, se presenta desde su tráiler como una comedia de tono negro que recuerda por sus imágenes a La guerra de los Rose. De todas formas los referentes pueden buscarse más lejos en el tiempo. Concretamente desde un cine clásico de Hollywood que comenzó en los años treinta, elaborado por directores de la talla de Ernst Lubitsch, Gregory La Cava, George Cukor, Howard Hawks o Mitchell Leisen, junto a otros francotiradores del estilo de Preston Sturges. Todos ellos afrontaron la lucha de sexos con gracia y sarcasmo, siempre en las dosis justas. Una generación posterior de cineastas que comienzan sus carreras en los florecientes años cincuenta, después de una Segunda Guerra Mundial que da paso a una época boyante, de crecimiento económico, en los Estados Unidos. El cine negro, bélico —ya sea de propaganda o denuncia— los musicales y el del oeste son géneros predominantes que dejan hueco a una comedia sofisticada que retoma, en cierta manera, la elegancia de aquellos clásicos. En ese juego de atracciones o bien de oposiciones entre mujeres y hombres destacan Stanley Donen con producciones como Indiscreta, Página en blanco y Dos en la carretera. Blake Edwards resulta más edulcorado en las batallas conyugales aunque manifiesta influencias de la comedia pretérita que se cuela desde el gag propio del cine mudo, hasta el más intelectual de los diálogos. Tanto ellos como Richard Quine, quizás sean los sucesores de una comedia romántica que parecía olvidada.
Con un título que tendría tanto serios problemas de producción como de exhibición en la actualidad, Richard Quine concluye su ciclo de comedias románticas sin su actriz fetiche, Kim Novak, protagonista en Me casé con una bruja o La misteriosa dama de negro. En el caso de Cómo matar a la propia esposa el realizador parte de un guión bien escrito por George Axelrod, aunque el punto de partida sea más anecdótico que profundo. El argumento trata la vida del dibujante de cómics Stanley Ford, un profesional exitoso que publica sus tiras con un personaje similar a Rip Kirby, del artista gráfico Alex Raymond. Stanley es un treintañero a punto de cumplir los cuarenta, soltero, amante de la buena vida, mujeriego y enemigo de cualquier compromiso personal o afectivo. Sus mejores amigos son su abogado Harold y Charles, el misógino mayordomo inglés. La vida del protagonista cambiará cuando en plena borrachera conoce a una joven italiana que aparece dentro de una tarta, en la frustrada despedida de soltero de otro colega.
El film atesora unos tonos machista, burgués y conformista que resultarían inocuos en 1965, pero golpean por su incorrección política en este siglo. Más allá del propio título, curiosamente, bien traducido del original How to Murder Your Wife, una tarjeta de presentación que, a pesar del juego referencial a los manuales de ayuda, parece más violenta de lo que después se plasma en la pantalla. La cinta se deja ver por el ritmo ágil que acumula situaciones cómicas que funcionan gracias a la naturalidad de Jack Lemmon, la fuerza expresiva de Virna Lisi y el apoyo cómico de Claire Trevor. Tal vez el caso de Lemmon resulte paradójico por interpretar un papel que parecía escrito para un galán como contemporáneo a él como fue Tony Curtis —además de compañero suyo en Con faldas y a lo loco o La carrera del siglo—. Sin embargo, el actor consigue remontar su rol sin esa fotogenia que necesitaba para ser más creíble como conquistador amoroso, pero con la naturalidad que mostraba en una gestualidad tan verosímil como divertida. Frente a un grupo de secundarios que manifiestan un histrionismo inadecuado para la sutileza que requerían algunas secuencias, tanto en el caso de Terry-Thomas encarnando al criado con el fácil recurso del testimonio directo al espectador para buscar su complicidad, como en del patetismo de Eddie Mayehoff, cargante por minutos en su sobreactuado papel de letrado.
La trama evoluciona durante largas escenas que funcionan casi como episodios separados de una comedia, irregular en su interés. Tras una presentación extensa de los hábitos, rutinas o el trabajo como escritor y dibujante de tiras para prensa en el que apenas suceden dos secuencias. La primera en la casa de Stanley. La segunda en varias calles de Nueva York, mientras el protagonista escenifica las aventuras del agente, acciones que fotografía Charles y luego dibuja su señor.
Los mejores aciertos del largo provienen de la mirada romántica de Richard Quine, capaz de transmitir el enamoramiento de la pareja por medio de primeros planos, otros más cortos y el tema musical que se repite en numerosas ocasiones. También funciona el estilo visual que compone los planos con movimientos de cámara elaborados para seguir a los intérpretes en los decorados diseñados por el gran Richard Sylbert. Una planificación que funciona incluso con varios zooms acelerados que marcan momentos cómicos. Por otra parte no desentonan los cambios del plató al rodaje en exteriores urbanos de la ciudad de Nueva York, gracias a un coherente trabajo de fotografía. Peor aguanta el paso del tiempo el filtrado esteticista por medio de ‹flous› de brillos, rostros y algunos detalles.
Frente a la reivindicación sentimental que hacían del film en programas como ¡Qué grande es el cine!, dirigido por José Luis Garci, al igual que de gran parte de la filmografía del olvidado Quine, la película destaca como una comedia graciosa, propia de su tiempo, envejecida por lo que cuenta, quizás menos que por cómo lo narra. Un ejemplo del cine comercial norteamericano de los años sesenta que pasaría a mejor vida por las nuevas olas europeas o los relevos generacionales que llamaban a las puertas de la industria.