Una plataforma, cinco personajes de idéntico aspecto con un número distinto en cada espalda, cinco rostros que no difieren el uno del otro y un paso que puede desequilibrar su particular universo. Ese universo grisáceo donde la despersonalización de cada uno de esos individuos revela uno de los pilares de la obra: los números pueden ser distintos y diferenciarnos los unos a los otros, pero en el fondo el equilibrio no se puede crear sin conductas y caracteres de lo más dispares. Ese equilibrio se tambalea con la simple acción de uno de ellos, que deberá ser contrarrestada por la propia reacción del resto de acompañantes, obteniendo así una relación de cooperación necesaria para su propia subsistencia y el sustento de un mundo donde los milímetros y la precisión resultan fundamentales para seguir manteniendo esa armonía; armonía que se contrapone a los tonos fríos y azulados que predominan en un ambiente que parece alejarse de esa simetría dibujada inicialmente en Balance, o que sencillamente trata de revelarnos la naturaleza e intenciones de un lugar donde las cosas pronto empiezan a cambiar.
Es con la aparición de un misterioso objeto donde el lastre se difuminará a modo de precipitados pero precisos pasos y en el que esa cooperación necesaria se tornará puro egoísmo con tal de alcanzar un objetivo que termina devolviéndonos a una realidad muy palpable, la de un instinto donde el individualismo puede más que el bien común y la ambición propia por conseguir un único objetivo que se interpone en la armonía que parecía reinar apaciblemente. Es así como surge la principal metáfora de Balance, que nos ubica en el ojo del huracán para reflejar como la codicia y el anhelo más desmedidos pueden derruir lo que el mutuo acuerdo y la colaboración habían construido para sacar a la palestra los males más evidentes de una sociedad viciada por ese individualismo del que hablábamos, que a la postre termina truncando las esperanzas de lograr una naturaleza en la que reine la convivencia por encima de todo. La síntesis de su último plano equilibra la obra confiriéndole una imagen de significado adverso: el individuo ha triunfado, pero no su propósito.
Rodado en ‹stop motion› por los mellizos Lauenstein, Balance recibió en 1989 el Oscar a mejor cortometraje de animación. Que, a día de hoy, siga siendo una de esas pequeñas y ocultas joyas, es lo que probablemente incite a pensar a muchos cineastas y espectadores que sólo es una plataforma de lanzamiento, cuando en realidad con ideas tan sencillas, de tan pronunciado discurso y que invitan a la reflexión proponen una alternativa que pasa por conferir un doble valor a este formato. ¿Es quizá por ello que los Lauenstein ya nunca volverían a rodar nada más a lo largo de su carrera? Ahí queda otra reflexión escindida de un corto imprescindible.
Larga vida a la nueva carne.