Rebelde de espíritu y agitador en sus formas, el danés Lars von Trier alcanzaba con El elemento del crimen una de sus obras más significativas dentro de los primeros pasos de su ya dilatada filmografía. Primera de su llamada trilogía europea, completada años después con Epidemic y Europa, la obra se construye bajo una indagación de estilo utilizando como subtexto el mero thriller criminal: el detective Fisher es el encargado de investigar una serie de crímenes ocurridos en Europa; es concretamente el homicidio de una joven niña el que le obsesiona hasta el punto de necesitar una regresión espiritual a los recovecos orográficos en los que tuvo lugar su investigación, para intentar comprender la serie de vivencias que le han ido ocurriendo durante el proceso. Ajeno a cualquier tipo de vicisitud convencional por las que pudiera circular una trama de estas características, von Trier propone una especie de viaje interno a la psicología de su protagonista en base al surrealismo y a las tan afiladas como abruptas aristas que han caracterizado sus posteriores obras.
El elemento del crimen tiene como principal recurso estilístico el dibujo de una Europa feísta, perturbadora y de tintes apocalípticos, que el director danés retrata con enorme saturación y bajo un hálito sepia fantasmagórico. Todo conduce a un universo de oscuridad y opresión en el recorrido del protagonista por sus vaivenes; una investigación en la que se sumerge en un conjunto de hostilidades externas que le llevarán a conformar una reversión grotesca y espeluznante de la figura del investigador. El repaso de una serie de patrones forzarán a que la unión entre su persona y la mente criminal llegue a unas cotas de integración inquietantes, donde von Trier exterioriza alguna de sus más perversas filias: el daño físico y mental de la situación externa, aquí encolerizada por una atmósfera tan cruel como incómoda.
El film funciona también como una confluencia de narrativas y estilos, con empuje anárquico, que de manera paradójica parece escribir un lenguaje propio. Este, que desarrolla hacia una expresión cinematográfica tan única como incómoda e indescifrable, ensambla disrupciones formales hasta el punto de lograr conexiones con el más puro terror; von Trier circula aquí por el ímpetu pesadillesco en sus más desquiciadas maneras, algo que añade unas sombrías texturas a la idiosincrasia propia del thriller salido de las tramas anexas a los ‹psychokiller›. Con el atrevido planteamiento de acercar sin ningún tipo de remisión los andamiajes internos de dos figuras tan antagónicas como el investigador y el objetivo criminal, su distopía puede recordar a referentes que van desde Tarkovsky hasta Lynch, donde el conglomerado escénico logrará levantar una película cuyo desarrollo de guión cae rendido de manera clara ante las labores de cámara.
Aunque, dentro de sus complejas maneras, la película no obvia su intento de ser una intrigante y laberíntica investigación a través de los valores de un trauma, expuesto de manera estilística por una oscuridad únicamente interrumpida por la ya mentada iluminación sepia. Este trastorno intrapersonal se ve poderosamente exteriorizado por la sentida interpretación del actor británico Michael Elphick, imponente en la cincelada degradación psicológica que dota a su personaje, engrandecida por la fusión entre drama y atmósfera; curiosa es la aparición, como (sórdido) contrapunto femenino, de la actriz Me Me Lai, recordada principalmente por su participación años atrás en diversos exploits caníbales italianos.
Pero, ante todo, El elemento del crimen es una declaración autoral de Von Trier; obra y receptor alcanzan hasta un puto metalingüístico desde la propia trama, que utiliza la existencia real de un libro llamado El elemento del crimen que se utiliza para pormenorizar la idea conceptual del film, que destruye barreras entre héroe y villano, perseguidor y perseguido. Funciona como pieza inmersiva de una personalidad focalizada hacia la autodestrucción dentro de un contexto enloquecedor, así como de una degradación paulatina de los tropos del noir revirtiendo el género con un lenguaje abrupto, desprejuiciado y disruptivo hasta el extremo. El director danés ya afianzaba en este, uno de sus primeros peldaños autorales, el discurso en contra de la forma y a favor del torbellino interior que catapulta los bordes angulares de su cine, consiguiendo aquí una pieza que recupera la más siniestra verborrea de lo ‹arty›.