Charles Martin Smith es un director que podemos calificar como artesano, al menos como lo que se consideraba con ese calificativo a los directores a sueldo del estudio, preparado para realizar encargos comerciales sin muchas ínfulas de ganar premios o quedar apreciados como una obra de arte. El realizador, perteneciente desde su juventud a la industria audiovisual en su trabajo de actor secundario solvente y reconocido, sobre todo por sus papeles en American Graffiti, Los intocables de Elliot Ness o Los lobos no lloran. Esta última producción con mensaje animalista y ecológico, conecta en gran parte con las películas dirigidas por Martin Smith, títulos como Air Bud, La gran aventura de Winter el delfín —más su secuela— o la reciente Uno más de la familia. Al abanico de otras mascotas y cetáceos se unen de nuevo los perros. Como podemos percibir por el uso masivo de las redes sociales, los gatos han venido para invadir la Tierra o a llenarla de vídeos virales con felinos en actividades sospechosas por su condición cuadrúpeda, tales como ser pianistas, malabaristas y demás trampas visuales. Los perros, en cambio, funcionan mejor como compañeros de los actores protagonistas. Además han sido más eficaces o respetados en sus incursiones en la pantalla grande, al menos hasta que no empezaron a pensar o hablar en los filmes de acción real, salvando casos graciosos como Babe, el cerdito valiente. Sin pasar a enumerar la enorme cantidad de canes parlanchines en el cine de animación, la industria de Hollywood siempre utilizó a estos compañeros animales como contrapuntos de algunos personajes o como protagonistas de films de aventuras, comedias y cine dirigido al público infantil
Good-bye, My Lady es una las últimas cintas dirigidas por el veterano William A. Wellman, la antepenúltima en concreto. Un ejemplo muy claro de lo que hacía un artesano que ya tenía varias joyas y obras maestras en su extensa filmografía. Con esa profesionalidad de llevar a cabo un film encargado por la Batjac Productions, una compañía de John Wayne que financió varios westerns y obras de la propia estrella. En este caso contrata al gran Wellman, a cuyas órdenes estuvo en Infierno blanco o Callejón sangriento entre otros films. En el caso de Good-bye, My Lady la producción es casi de carácter independiente por su presupuesto, reparto y localizaciones. Protagonizada por dos secundarios míticos como Walter Brennan en el papel de tío Jesse Jackson, un sureño holgazán, solterón y viejo que cuida de su sobrino huérfano, encarnado por el joven Brandon de Wilde, el niño de Raíces profundas o Su propio infierno. Acompañados entre otros breves papeles por un recién llegado entonces Sidney Poitier, más el secundario Phil Harris.
La historia es sencilla en argumento. El tío y su sobrino conviven en una pequeña casa humilde junto al pantano, comiendo alubias en conserva y cazando algunas aves y conejos para subsistir, además de cortar leña para el dueño de una tienda de ultramarinos que los visita a menudo. La existencia de los dos cambia cuando aparece Lady, una perra extraña perdida que adopta el pequeño Skeeter. El comportamiento del can los subyuga, por tener una risa parecida a la de una hiena, sumada a la capacidad de rastrear presas a grandes distancias.
William A. Wellman asume la dirección con un estilo pausado pero firme en el ritmo, sin acentuar unas secuencias por encima de las siguientes, con una cadencia casi japonesa en la narración, tal vez más dinámica en el resultado final. Destaca la filmación directa en pantanos, campos, la mirada documental hacia los perros en el mismo plano que los actores. La veracidad se impone por encima del espectáculo, pero sin abandonar la reflexión psicológica que supone el paso de la niñez a la adolescencia con el horizonte de la responsabilidad y la madurez para Skeeter. Todos los factores técnicos funcionan como una unidad sólida en la fotografía, montaje, banda sonora, partitura musical y la profundidad de unos personajes benevolentes entre los que, curiosamente, no hay héroes ni antagonistas, solo seres humanos con debilidades y bondades. El realizador de Massachusetts demuestra su oficio en los géneros tradicionales, escorando el film hacia terrenos del melodrama en el que ya había mostrado su talento. Aunque conozcamos más sus producciones en el cine del oeste, el bélico o el de aventuras, Wellman confirma para sacar adelante un trabajo de calidad orientado sobre todo a un público infantil y juvenil, pero que no excluye al resto de edades como posibles espectadores.
La maestría del cineasta brilla sobre todo en el uso de la canción que abre y cierra el largometraje. En ese inicio en plano secuencia que encadena mediante travelling y panorámicas la zona pantanosa con la casa de los protagonistas, sin necesidad de textos o voces en off que den explicaciones sobre la situación socio-económica. Unido al rodaje en parajes naturales, la generosidad de las interpretaciones de Brennan y de Wilde como protagonistas. Y la sensación de no hallarnos ante una película menor, sino ante una producción humilde en todo caso.
Contemporáneo de Howard Hawks, Raoul Walsh o John Ford, el caso de William A. Wellman es tal vez injusto en los reconocimientos enciclopédicos cinematográficos. Tal vez no tendría el toque colectivo de Hawks, la épica de Walsh o la resonancia mítica de Ford. Pero como ellos, demostró su versatilidad cuando saltaba de un género a otro y coronaba cimas como Cielo amarillo, La reina de Nueva York y También somos seres humanos. Todavía queda mucho por aprender del estilo de clásicos como él.