Plano fijo, entorno aséptico, personas sin sonrisa y música eufórica, ¿os suena? Es la clave del éxito que explotan los griegos desde hace unos años y, hay que reconocerlo, no hay forma de desgastar esta fórmula siempre que haya un protagonista capaz de sorprendernos y ruborizarnos.
Puede que exista otro elemento que nos consiga disuadir de esa idea de repetición: el guionista. El nombre de Efthymis Filippou se ha involucrado en algunos de los títulos más reconocidos del llamado «nuevo cine griego». Partícipe de casi todos los guiones de las películas de Yorgos Lanthimos, la cara visible del movimiento (y digo casi porque en La favorita los griegos nada tuvieron que ver en el guion), Filippou entra de lleno en las películas de otros, dejando marcas reconocibles en todos los libretos, con la condición singular de ser siempre el co-guionista. Tras la Canino de Lanthimos llegaron otros directores al círculo, como Athina Rachel Tsangari que empleó su canallismo en Chevalier y el director que nos ocupa, Babis Makridis, con quien ha co-escrito sus dos trabajos. Si con L ya construyeron la figura del hombre solitario en el que fijarse, en Pity han ido un poco más allá confirmando que este guionista permanece ahí, conduciendo los idearios que proponen los directores de forma equidistante.
Aunque las constantes son muy claras, en Pity hay algo que nos bombea la sangre a un ritmo que no deja de acelerarse frente a su protagonista, que parece tener un corazón mustio que no rinde lo suficiente. Esto es lo que ocurre: cuando mayor es su infelicidad, más feliz se siente. La película aprovecha ese drama que nos es ajeno como punto de partida y se planta junto al hombre, que ha perfeccionado con el tiempo su aspecto de tipo triste: labio bajo, brazos caídos a ambos lados del cuerpo, mirada fija y oscura. Pity sigue las pautas de la compasión comprometida con lo social, para convertir a su protagonista en un adicto a la lástima, a la palmada en el hombro, a la lágrima contenida y el silencio prolongado; se acostumbra a ser el centro de atención ante la desgracia inminente. Las escenas se repiten en planos fijos donde los actores participan con movimientos muy leves, algo que simplemente rompe esta rutina cuando el plano se acerca a un objeto o al rostro del hombre para confirmar ese turbio pesar, que parece ser vanagloriado con picos sonoros a través de la música clásica que acompaña en momentos en los que definitivamente deseas estrangular a este abogado. Es así de sencillo: el drama surge efecto, la música sube, hay una victoria. Vuelta al inicio.
Hábilmente llega el momento de inflexión, y no precisamente en el estado de ánimo, es la situación personal la que da un vuelco impidiendo que mantenga esa feliz infelicidad como forma de vida. Un cambio que no se contempla en las decisiones de escenografía, planos fijos y situaciones frías, pero sí admite una ligera transformación en el saber estar del hombre cuando se ve obligado a afrontar que su vida vuelve a ser normal. Aquí despega la acción (sin aspaviento alguno) y el humor se va retorciendo al mismo tiempo que lo hace la mente del protagonista.
Sencilla pero muy afilada, con un final elevadísimo, Pity es el ejemplo perfecto para demostrar que se pueden generar films que lleven el trauma al exceso a plena luz del día. El terrorismo emocional viene marcado por una de esas personas decididas a ser unos tristes —Giannis Drakopoulos borda su papel—, a provocar en los demás que les miren casi disculpándose por el mal que les toca vivir, aunque no sean partícipes del mismo; todos nos hemos cruzado con alguno que, en el fondo, nos permite sospechar de su mohín perpetuo, y tenemos la capacidad de reaccionar frente a ellos. Pero estamos ante una película griega, de las de la pureza macarra, de las de la cuchillada mirándote a los ojos, así que la efectividad de Babis Makridis es total cuando le da por hablarnos de lo sucios y trastornados que somos los animalitos salvajes que nos vestimos y hablamos.