La pérdida de Jorge Grau ha supuesto el decir adiós a uno de los últimos símbolos vivos del cine de género de nuestro país. Siempre refugiado del gran público por esa predilección y devoción hacia un cinemabis que echó raíces en la (contra)cultura de la efervescencia genérica, los circuitos semi-marginales o la vehemente entrega a los efluvios del fantástico patrio, Grau, nacido en Barcelona en un ya lejano 1930, supuso también una ‹rara avis› dentro de sus coetáneos europeos, ya desde una estirpe polifacética que mantuvo hasta los últimos momentos. Director, guionista, pintor, siempre de entusiasta dialéctica, tal y como demostraba en cada entrevista bajo un arraigue cultural ilustrado, tuvo unos inicios en el teatro casi paralelos a sus estudios de cine que ofició en el afamado Centro Sperimentale de Roma, de donde saldrían muchos de los grandes luchadores por la idiosincrasia del cine de género del viejo continente.
Conviene rescatar una filmografía que va mucho más allá de su reputada, con todo merecimiento, No profanar el sueño de los muertos; su obra quedó iniciada con una colaboración no acreditada en la dirección de un thriller hispano-italiano encomendado en un inicio a todo un Riccardo Freda, Agguato a Tangeri, recordado en España bajo el título Un hombre en la red, fruto de su emigración al país de la bota donde se convirtió, además de asistente de Sergio Leone en El coloso de Rodas, en todo un estudioso de la obra de su amado Roberto Rossellini. De vuelta a España, Grau se asentaría como todo un artificioso ejecutor del documental, al mismo tiempo que encumbraba la idiosincrasia barcelonesa en Noche de verano, primer largometraje dirigido exclusivamente por él mismo; El espontáneo, cuasi preámbulo del futuro cine kinki y con un telón de fondo formado por una de sus grandes pasiones, la tauromaquia, fue una película donde años después de su estreno muchos verían ciertas similitudes formales con La Naranja Mecánica de Stanley Kubrick, estrenada casi un decenio después. Iniciada la década de los 70, donde llevaría a Mario Camus a la gran pantalla con Chicas de club, coqueteaba con el musical en Tuset Street (para mayor gloria de Sara Montiel) o rugía imágenes bajo el drama de Una chica sola, llegó una de las cimas de su carrera en plena eclosión del fantaterror patrio: Ceremonia Sangrienta, revisión tan clasicista como majestuosa del mito histórico de la condesa Bathory, se codeaba bajo portentoso efluvio mediterráneo con los terrores del momento; coyuntura similar le ocurría a la ya mentada No profanar el sueño de los muertos, donde Grau dinamitó la primigenia naturaleza ‹exploit› exigida por el productor Edmondo Amati para conformar una obra sólida en esquemas internos y con un andamiaje formado por el horror rural, el mensaje social y una visceral concepción del muerto devuelto a la vida que impactó allá donde se estrenó.
Grau, considerado desde aquel momento en un realizador esencial para el fantástico nacional, también navegó bajo el émulo hispano del emergente giallo italiano con la interesante Pena de muerte, puso el dedo en la llaga en ciertos vestigios sociales con su siempre recordada La trastienda (regalando uno de los más nombrados desnudos del cine español), además de recurrir al costumbrismo de La Siesta o al drama de cariz profundo con películas como Cartas de amor de una monja. Pero a Grau siempre se le recordó como un director que imprimía su carácter a través de la cámara y el más fino compromiso con la narrativa, algo que demostró con una de esas obras que se resistía a aprobar ese decaimiento tan abrupto que sufrió el cine de géneros recién entrada la década de los 80: con Coto de caza, cinta no lo suficientemente reivindicada, procreó un explosivo cocktail formado por el entonces en boga cine kinki, el horror visceral arraigado en un realismo social escalofriante y un enfervorecido retrato de la violencia, para lucimiento de una Assumpta Serna convertida en una heroína de la venganza.
Con unas últimas películas que prueban el sendero fantasmagórico que le tocó sufrir tanto a Grau como a otros grandes cineastas del ‹bis› europeo y nacional dentro de una industria olvidadiza, su carrera terminó en el año 1994 con la menor Tiempos mejores. Aún así, y gracias a la eficiente reivindicación que viene sufriendo en los últimos años el cine de género ajeno a las maquiavélicas ramas industriales y que encontraba en su carácter disruptivo e inconformista su eterno legado, Grau falleció el pasado 26 de diciembre ya encumbrado como uno de los grandes y pasionales realizadores del cine español; aún con una oficiosa y devota carrera, ya sólo la capacidad de subversión e inventiva cinematográfica de No profanar el sueño de los muertos, su obra inmortal, da buena prueba de que el cineasta ya hizo historia en nuestras pantallas muchas décadas atrás de su ahora llorado fallecimiento.