Los habitantes pequeñitos que se movían en el interior de nuestros televisores en la infancia nos han marcado a todos. La señoritinga recta que aterrizó en un barrio de Londres con su paraguas con empuñadura de ave está en la memoria de muchos, y aunque a alguno la experiencia se le atragantó como un polvorón demasiado reseco —a esos les invito que pasen por nuestro especial de terror para ver la otra cara de Mrs. Poppins—, muchos recordamos con cierta ilusión el maletín del que salían lámparas enormes, los bailes del deshollinador Dick van Dyke, la carrera de caballos de tiovivo o la hora del té en el techo como algo «mágico». Pese a que también dudo que nadie quisiera tener niñera después de ver Mary Poppins.
Aunque desde Disney se pasaron años llorando en las faldas de P.L. Travers para que les permitiera hacer una película con la niñera que le dio la fama, lo cierto es que la escritora salió espantada de la experiencia cuando dijo sí a lo de las adaptaciones cinematográficas, algo que dio pie a la negación por parte de ella para que hubiese una continuación en el cine de sus novelas y a la película Al encuentro de Mr. Banks, donde se quiso aprovechar esta lucha de egos para convertirla también en cine (porque a Disney reciclar le encanta).
Pero en esta ocasión nos alejamos de los grandes estudios estadounidenses. En los ochenta, pasando de los ideales de Travers, la televisión soviética se decidió a crear una versión propia de la niñera mágica que desde su título ya quiso poner los pies en la tierra a todo niño que se sentara a verla, confirmando lo efímero de su visita (pese a tener el formato de una miniserie de larga duración). Con Mary Poppins, Goodbye nos encontramos en terreno inexplorado, pues maneja el encanto de la idea de Disney, junto al cartón-piedra de un presupuesto ajustado y la actualización musical.
La película se divide en dos partes con resultados prácticamente opuestos. En su primera parte es la intriga de conocer la Mary Poppins soviet —que es broma, que todo sigue transcurriendo en un desfasado Londres— lo que nos ocupa. Los niños son en todo momento público de excepción, pero poco partícipes, viendo algunas de las peripecias de la joven y excesivamente seria Meri, cogiendo algo de la película y otro poco de la novela para devolver a la vida a la señorita que viaja en paraguas, según donde el viento sople.
Las comparaciones son odiosas pero pertinentes: comenzamos aquí conociendo el barrio y sus vecinos, con una rocambolesca conversación entre policías en bicicleta, el señor del periscopio preparado para la llegada de extraterrestres y demás personajes interesantes que se quedan en eso, una presentación. La llegada de la niñera no necesita explicación para ser aceptada, repitiendo los roles de niños bonitos y repelentes a un tiempo, la madre pro-mujeres y el padre banquero, pero se nos recuerda de vez en cuando que estamos en los ochenta, que más que futuristas para el escenario creado, parecen anacronismos inversos. Todo convive con la anécdota hasta que nos damos cuenta que aquí no hay grandes lecciones de moral o saber estar, solventando la parte «mágica» de la protagonista con muchísimo ingenio.
En Mary Poppins, Goodbye no hay melodías o palabras mágicas para el recuerdo como «chin chim cher-ee» o «supercalifragilisticoespialidoso», pero sí un hippy activista que, guitarra en mano, le hace unos cuantos guiños al pop para refrescar los momentos en los que cantar y bailar. No apostaría por llamarlo musical al uso, pero sabe aprovechar los momentos en los que introducir una canción pegadiza para dar un empujón alegre a la película.
La segunda parte se pierde en sus inicios al esfumarse Meri, pero sirve para conocer a los personajes que quedaron relegados a un segundo plano anteriormente. Las mezclas genéricas se vuelven aquí muy extremistas, encontrando crueldades teatrales, números más propios de cabaret o instantes de felicidad infinita con los que hasta la familia von Trapp se sentiría intimidada. Pero hay un gato que baila y una escena en la que encontrar la excusa para rescatar el tiovivo y de paso hacer las paces con la infancia que nos devuelve, sin esperarlo, una imagen más humana de lo esperado.
Los paralelismos son muchos, pero las bifurcaciones también una constante. Hay un halo mucho más adulto en Mary Poppins, Goodbye, y su extenso metraje sirve para prolongar las historias y dar rienda suelta a la imaginación de sus creadores, otorgando brillo, color (y reflexión) a las tristes calles londinenses.
Le falta un poco de energía para resultar divertida, pero sus números musicales son agradables y esa merma presupuestaria la convierte en una versión inteligente y ágil a la hora de reinventar la sorpresa. Si hay algo que no admite comparación es Mary Poppins. Julie Andrews tenía una sonrisa arrebatadora pero Natalya Andreychenko sabe meterse en el bolsillo a todos cada vez que rompe el tenso rictus de su rostro para mostrarnos el lado oculto del personaje.
Mary Poppins, Goodbye es toda una experiencia que sobrevive entre lo teatral y lo ecléctico, y aunque no veamos volar en ningún momento a la niñera, nos permite jugar con la imaginación, que siempre es un regalo para nuestro yo más infantil.