Yuli, nacido como Carlos Acosta, nunca sintió que la danza fuera su verdadera vocación. Su historia con este arte comenzó en la calle, hecho que suele ser habitual en países de menor rango económico como Cuba. Un baile urbano improvisado en el que Yuli se introdujo para demostrar su talento moviendo el esqueleto le valió un tirón de orejas por parte de su padre, además de un boleto para estudiar danza en la escuela más importante de La Habana. Así se inició una turbulenta pero gratísima carrera que elevó a Carlos Acosta al estatus de una leyenda latina del baile, por más que, como decía la canción, cuando saliese de Cuba dejaría su vida y dejaría su amor.
En Yuli, la directora madrileña Icíar Bollaín realiza un biopic sobre esta figura cubana del arte en movimiento, tan poco conocida por estos lares que merece la pena hacer un repaso de su vida. En verdad, el film manifiesta desde el inicio que va a seguir los pasos clásicos de una cinta biográfica: una narración en el presente que se va nutriendo en su mayoría de flashbacks, los cuales parecen regresar a la mente del protagonista según los espectadores los visionamos en pantalla. Esta traslación se lleva a cabo a través de diversos bailes en los que Yuli saca a relucir sus emociones mediante el arte de la danza. Con alguna elipsis de por medio, la obra repasa la infancia, adolescencia, juventud y madurez de Yuli en su justo grado, reseñando los pasajes más importantes del artista en cada etapa de su vida.
Mencionado este ligero conservadurismo por el que apuesta Bollaín en materia narrativa, el rasgo que va a definir a Yuli como una película relevante es la propia historia de Carlos Acosta. El hecho de que el cubano exhiba una clara falta de interés por explotar su enorme talento para el baile ya marca una clara diferencia respecto a otros ‹biopics› que nos hablan del éxito. Porque realmente este término, éxito, tampoco termina de encajar con la vida de Yuli. Si bien su currículum es intachable, Carlos tuvo que hacer y presenciar muchos sacrificios para alimentar una carrera que no era la soñada. El personaje que escribió su nombre en la historia de la danza cubana y, más importante, de la danza negra, difiere bastante del Carlos Acosta alias Yuli que creció en una humilde zona de La Habana y que no ha olvidado por un instante del lugar al que verdaderamente pertenece.
Este sentimiento de pertenencia a un colectivo trasciende a Yuli, como ya Bollaín nos enseña en alguna escena del film. Muchos cubanos se vieron obligados a dejar la tierra que amaban, su país, por labrarse un futuro en otro lugar, aun a sabiendas de que sería muy difícil o imposible regresar algún día a Cuba. En el caso de Yuli, conocemos desde los primeros minutos que al menos él consiguió labrarse un gran porvenir, pero no todos corrieron la misma suerte. Por tanto, lo que Bollaín nos relata en Yuli no es solo la interesante historia de un famoso bailarín, sino una exposición a pequeña escala de lo que fue el corazón cubano de aquellas décadas finales del siglo XX.
Lo fundamental en toda esta construcción fílmica que Bollaín realiza en torno a la figura de Carlos Acosta y la sociedad cubana de la época es que la directora, pese a usar los recursos narrativos clásicos de los ‹biopics›, no cae en un error que suele ser típico: la heroización de su protagonista. De principio a fin, Yuli se mantiene como un tipo que desprende naturalidad. Por más que su talento merezca ser reconocido, el motivo de hacer una película sobre él reside en todo lo que existe más allá de ese gran bailarín, tanto en su interior como en aquellos que le rodean. Bollaín lo entendió así y el resultado deviene en una película mucho más interesante de lo que en principio podríamos pensar que estaba destinada a ser.