Sesión doble: Huellas de pisadas en la luna (1975) / Danza mortal (1984)

Sin opinar de lo que supone que Luca Guadagnino saque su propia versión del ‹giallo› de culto Suspiria, película clave de Dario Argento, nos atrevemos con una sesión doble de ‹gialli› atípicos con dos obras poco reconocidas en el género como son Huellas de pisadas en la luna de Luigi Bazzoni, dirigida en 1975 y Danza mortal de Lucio Fulci, su propuesta con bailarines de 1984. No os las podéis perder:

 

Huellas de pisadas en la luna (Luigi Bazzoni)

Le Orme (aunque sin que valga de precedentes nos quedamos con su hemoso título en castellano, Huellas de pisadas en la luna) no es un ‹giallo› al uso. De hecho, aunque respeta esa sensación onírica de irrealidad, lo hace contraviniendo precisamente uno de los elementos claves del subgénero: la iluminación. Porque, esta fantasía pesadillesca, este delirio psicológico, este intramisterio íntimo, huye en todo momento de el sobrentendido lumínico de la exageración y de la irrealidad. Sí, lo más terrorífico en Le Orme es su capacidad de realismo, de inquietar desde parámetros palpables que, solo al final devienen en contrastes coloridos.

La premisa que Luigi Bazzoni usa para establecer este mundo es arriesgada y paradójica, pero al fin y al cabo parte de una pregunta simple: ¿Qué da más miedo, poder distinguir realidad y ficción o vivir ambas como parte de un mismo continuo mental? La elección del director italiano es clara, no desdibujar los límites de ambos mundos y sumergir a la protagonista en una deriva muy hitchcockiana al respecto del asunto de las dobles y falsas identidades.

Todo situado en contexto geográfico sitiado pero trazado como un laberíntico no-lugar. Un hotel, un pueblo, una playa cuyos límites se confunden espacial y temporalmente, con un tiempo que se estira y se contrae a través de un recurso tan simple como la continua presencia de relojes que, aún marcando siempre horas concretas, crean desasosiego por su celeridad en contraste con la pausa y la inmovilidad del espacio que ocupan.

El conjunto, pues, recuerda al Resnais de El año pasado en Marienbad en una versión desprovista de la languidez de aquella y, por el contrario, dopada a base de viajes de LSD en mal estado. Sí, Le Orme podría pasar por el delirio de un drogadicto, lo que no implica en absoluto que estemos ante una obra deshilachada, de trazo grueso o que describa un mal sueño a base de ceremonias de la confusión visual. De hecho el conjunto resulta sólido y demoledor en planificación, puesta en escena y resultados versus expectativas.

Por si fuera poco, Bazzoni introduce una serie de elementos externos como la conspiranoia, las agencias secretas y los experimentos mentales de manera escalonada, de modo que no son excusa o mala salida argumental, sino colofón coherente (y también delirante) al entramado tejido hasta el momento. Incluso la elección de un icono de la irreverencia como Klaus Kinski aporta la dosis justa de malignidad necesaria. Sin entorpecer ni empequeñecer al resto de la obra.

Y es que, no nos dejemos llevar a engaño, Le Orme puede tener un aire vagamente poético dentro de su política del mal rollo visual, pero ante todo es un film pensado, creado y ejecutado con la intención de ser lo más negativo, dañino y desmoralizante posible. Un objetivo que cumple de sobra y que acaba por conferir a la cinta no solo su condición de obra de culto sino una valoración más necesaria como pieza fundamental de eso que hoy llamamos “otros cines” y que directores como (por citar uno) Panos Cosmatos son (o deberían ser) deudores absolutos.

Escrito por Àlex P. Lascort

 

Danza mortal (Lucio Fulci)

Lucio Fulci, un tipo dado a los excesos que tan grandes títulos ha dado para el género de culto italiano por excelencia tuvo que dar explicaciones a un productor en su última incursión al ‹giallo›. Tal vez fuera el motivo definitivo para dejarlo de lado, pero sin duda dio paso a una versión que mezcla excentricidades con la total estilización de su saber hacer, así que es imposible no amar/odiar Murderock, uccide a passo di danza —o nuestro concreto título en castellano, Danza mortal—.

Aunque la película no es la perfecta muestra de la explosión giallesca, descarada y sangrienta a la que Fulci nos tiene acostumbrados, no podría estar mejor hilado su visionado ahora que Suspiria ha vuelto a cines, porque Danza mortal llegó a rebufo de Flashdance, llevando al límite la competencia entre futuras superestrellas del baile que proponía el título americano, sin olvidar que Argento ya había metido el terror en una escuela de danza y aprovechando la música de Keith Emerson, que había trabajado en la música de la secuela de la trilogía de las madres/brujas Inferno. Todo un círculo del que se podía sacar mucho jugo.

Luces parpadeantes que dan un aspecto desasosegante a la escena, asesinatos lentos que se centran en desnudos parciales de bellas mujeres y el latido menguante de sus corazones, primeros planos a miradas hiperexpresivas, guantes anónimos que sujetan con maestría punzantes armas homicidas y una secuencia onírica  nos ofrecen las claves para atrapar a más de un nostálgico.

Tras El descuartizador de Nueva York, Lucio Fulci vuelve a la gran ciudad y se atreve a asesinar jovencitas entre sesiones de baile agotadoras (ahora también matarían por poseer estas coreografías) que escenifica hasta el último acorde musical. De paso, mientras construye un relato donde interesa más perfeccionar la muerte que encontrar al asesino—las escenas de trabajo policial se manejan mejor con altanería y cierto humor negro en sus palabras—, hay tiempo de criticar el exceso de celo por el trabajo, la necesidad de dar titulares a cualquier precio en busca del éxito y los entresijos ocultos del mundo del espectáculo. Parece que esa posibilidad de llamarla Slashdance hubiese sido una idea magnífica.

Calentadores, bodies minúsculos y perladas gotas de sudor contrastan con la finura de las escenas más tensas del film, en un trabajo donde se distingue a un director que ya no encuentra secretos en las herramientas que utiliza. La tensión de sus instantes más oscuros se dosifica en una película donde la sangre está más que medida, casi ausente, sin perder por ello su fuerza. Así como en Suspiria se jugaba con el color a lo grande en base a su vertiente sobrenatural, en Danza mortal lo clásico que se destila de sus imágenes se mezcla con la música dance y parece justificar levemente sus motivaciones a través del ‹twist mind›, como uno de esos momentos en los que uno parece no querer soltar del todo el ‹giallo› italiano ni agarrarse definitivamente al más internacional ‹slasher›.

Danza mortal es una de esas rarezas en la que a un director le plantan «la obligación por contrato» y es capaz de modelarla para terminar dando rienda suelta a sus propias ideas, quedando en una especie de limbo que la hace tan atractiva y alucinógena, que a nadie le importa que se le olvide recurrir al rojo para brillar.

Escrito por Cristina Ejarque

 

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