Molins de Rei se confirma, a cada paso que da, como uno de esos escaparates ineludibles del recorrido festivalero que realiza el cine de género por nuestro país. Ya no se trata tanto de una cuestión de consecuente crecimiento, con el cada vez más lógico incremento de la calidad en cada una de sus secciones —algo que cada vez se hace notar más en citas como, por ejemplo, la competición de cortometrajes, donde encontramos piezas que, cumplan o no sus objetivos, demuestran por lo general una potente factura, y dejaron este año joyas como Baghead, Helsinki Mansplaining Massacre o Post Mortem Mary—, sino más bien de la forma en que se ha asentado un certamen que deja introspecciones tan interesantes como la realizada este año en torno a la figura de Brian de Palma, proyectando varios títulos de relieve en su carrera, armando una exposición —que se prolongó más allá del ámbito del festival— sobre su cine y dedicándole un libro al realizador norteamericano.
Pero más allá de sus homenajes —como el que también se dedicó a una pieza clave del género como Jack Taylor—, lo que hay que poner de relieve es la capacidad de adentrarse en el terror que promulga Molins desde cualquiera de sus facetas, un horror más volcado en mimbres clásicos —como era el caso de Los hijos de Satán—, una vuelta de tuerca a sus elementos primordiales —algo que lograba de forma notable The Witch in the Window—, una mirada dirigida hacia recovecos más humanos —como esa aproximación al mondo zombie que es The Night Eats The World—, e incluso films capaces de entroncar con el fantástico —la mexicana Tigers Are Not Afraid—, la realidad promovida por el culto y la devoción —esa Lords of Chaos de Åkerlund—, el homenaje por el homenaje —de nuevo, los autores de Turbo Kid, en su Summer of ’84— e incluso el ejercicio más puramente estilístico —con What Keeps You Alive de Colin Minihan—.
No se le puede pedir más, en ese sentido, a un festival que además destaca por su ambiente, por esas ganas de disfrutar, y por la comunión con un público que no sólo responde ante las grandes citas —como esa Mandy proyectada a modo de clausura—, también es capaz de llenar sesiones de toda índole y aceptar, durante algo más de una semana, Molins como una extensión más de todo aquello que nos ha dejado el año en materia terrorífica. Toda una demostración de que lejos de sus grandes citas, como la ya clásica maratón de 12 horas, o la proyección de clásicos de diversa índole aprovechando la admiración por un cine que gozar y jalear de la mejor de las maneras, sumándose a a la pasión de un festival que encuentra su reflejo en cualquier formato y perspectiva —de lo autoral, a lo independiente, casi amateur en ocasiones, pero provisto de la dosis necesaria de amor al género— si con ello el resultado es una celebración por todo lo alto.
Larga vida a la nueva carne.