Música de sonoridad trágica y un pingüino avanzando con la mirada fija en la nada. Un pingüino hambriento con un pico de espuma y tela que esconde su voracidad nauseabunda. Un imprudente asesino que accede a hogares a los que nadie ha sido invitado. Un desolado habitante de tierras que nunca sintieron frío. Un caminante torpe en lugares que una vez fueron sagrados. Un peregrino que comparte malas noticias allá por donde pasa con una simple mirada. Aquel hombre, disfrazado de pingüino, que anteriormente repartió folletos de descuento que cualquiera tiraba al suelo en cuanto desaparecía de su vista.
El juego de este cortometraje se define con el protagonismo, un ‹zombie› como víctima de las circunstancias, alguien que simplemente estaba ahí y no pudo más que convertirse en un monstruo disfrazado de pingüino. El cambio de roles habituales con la influencia musical y el seguimiento exhaustivo del ‹zombie› que no siempre es el objetivo de la imagen, dan paso a un largo camino que recorrer, como hacen los pingüinos cuando van a morir, un paseo sin rumbo pero con decisión hacia donde nada tiene solución. Desde un inicio que te indica el sentido absurdo de la vida que no te permite elegir el modo en que morir cuando el final es inesperado, el individuo sobrepasa escenarios donde la muerte tiene su presencia de los modos más dispares, en ocasiones sacrílegos, con una luminosa ambientación que contrapone el caos esperado en una apocalipsis similar, al mismo tiempo que el tono clásico y lento dispara la tristeza del que observa sin remediar la necesidad creada de acariciar el lomo del ‹zombie› apingüinado a modo de consuelo para ambos.
Chris Russell ha optado por dar uso al nuevo giro de tuerca del que muchos directores se han adueñado en la actualidad —Zombie Town (Matthew Kohnen, 2007), Colin (Marc Price, 2008)—, convertir al asesino en mártir, la muerte en hábito, girar la cámara y dar rienda suelta a los anodinos movimientos del ‹zombie› cuando siempre resultó electrizante la huida de los héroes de las manos convertidas en trituradoras del engendro maloliente. Lejos de ridiculizar la situación que propone su título, Zombie in a Penguin Suit (2011) trata de humanizar los desperfectos y contemplar de cerca (a veces muy lejos) los verdaderos juegos de algún dios, sin justificaciones, sin diálogos, sin consecuencias. Con transmitir la evolución del paseo de un no muerto desprevenido, ha sido suficiente.
Los ‹zombies›, ese mal que sufre la sociedad ante cualquier virus inexplicable que asolará nuestras ciudades en el futuro o… un día de estos.