En toda una declaración de intenciones, los Onetti arrancan —no sin trampa ni cartón, como indispensable máxima de todo buen policíaco italiano con psicópatas mediante— su nueva obra con lo que en cualquier ‹giallo› supondría uno de tantos ‹flashbacks› buscando introducir al espectador en el germen de una patología que poco a poco se nos ha ido desgranando. El escenario de un prestigioso mago ensayando uno de sus muchos trucos y su posterior (y presuntamente accidental) muerte, se expondrá así como raíz de un relato que quedará enfocado a través de su hijo Lorenzo, quien ha retomado la profesión paterna, cuando empiecen a sucederse una serie de asesinatos con cuyas víctimas tiene una relación más o menos directa. La nueva incursión de los cineastas en un terreno al que ya se habían dirigido con anterioridad —experimentaron con el ‹giallo› en títulos como Sonno Profondo y Francesca— surge así de los cimientos de un género cuyas constantes han quedado descritas desde ejercicios de todo carácter —más allá de los films que nos regalaron cineastas como Argento, Bava, Fulci o Martino, su sombra se ha expandido en cintas que casi se han abstraído de su naturaleza como Amer o la muy reivindicable Masks—, y que quedan trazados en Abrakadabra desde las propiedades de la misma propuesta, siendo así aspectos como el visual —con una fotografía que evoca desde el cromatismo la composición de color a la que en numerosas ocasiones se ha sujetado el género, así como su siempre evidente propensión en torno al uso de ciertos planos—, el sonoro —no podemos evitar remitirnos a esas sinfonías tan propias, aunque los Onetti expandan esa particular pulsión musical hacia otros lugares— e incluso lo idiomático —con ese doblaje al italiano del film que termina por concretar el más puro impulso homenajístico—.
Pero Abrakadabra, como tantos otros ejercicios que apelan al pasado para construir su relato, no se conforma simplemente con replicar las constantes del ‹giallo›, y encuentra en la hibridación entre este y el thriller el marco idóneo para desarrollar nuevas vías. Todo ello no queda tan sujeto a un plano formal donde los argentinos intentan mantener una cierta cohesión —aunque sí se certifique en algunos desvíos tomados para hacer más tangible esa querencia por las tonalidades surreales que tenía el género surgido en Italia—, sino más bien en una inclinación narrativa que nos lleva a tramos sometidos a una cierta arritmia que precisamente define la condición del film. Es posible que en esa determinación, el trabajo de los Onetti pierda parte de su capacidad de evocación e incluso se tope con una irregularidad en la crónica que puede hacer que la trama se resienta en algún momento por su alejamiento de aquella claridad expositiva siempre presente en el ‹giallo›, pero lo cierto es que desde esa decisión Abrakadabra logra compactar un esqueleto narrativo que cobra mayor sentido cuanto más avanzamos en el relato. No por ello, la película pierde su particular mirada que termina por descubrirse en una conclusión esperada y, quizá por ello, excesivamente formulaica y prototípica; una última muesca en la que, por otro lado, los autores de Los olvidados demuestran la autoconsciencia necesaria para, al fin y al cabo, trasladar las constantes de una época a otra con todo lo que ello conlleva. Nos encontramos, pues, ante una obra tan conocedora del terreno que pisa, que resulta difícil no conectar con un film que no necesita aludir con constancia a la referencia y el homenaje, y defiende sobradamente su propuesta con dosis de talento y la sapiencia de quien domina aquellos lugares comunes del género que todavía no nos hemos cansado de visitar.
Larga vida a la nueva carne.