Uno de los aspectos más frescos del moderno indie americano es la ejecución de propuestas bajo cierto minimalismo al mismo tiempo que no se coarte cierto andamiaje dramático. Algo parecido es lo que le ocurre a The Great Pretender, la última película de Nathan Silver en el que una historia de amores y cotidianidades circulan alrededor de un personaje epicentro; este es Mona, la mujer interpretada por la francesa Maëlle Poesy-Guichard, una directora teatral que se enfrenta a la realización de su próxima obra envuelta en un serie de vicisitudes emocionales con un ex novio de por medio así como varios personajes anexos a su nueva vida en las calles de Nueva York. Una sumersión por los entresijos diarios de un grupo de personajes que recorren los recovecos más ordinarios de la ciudad que nunca duerme, un enclave que se antoja exquisito para presenciar de primera mano sus vivencias emocionales.
Nathan Silver presenta una película de convergencias, especialmente por la fina línea que traza entre las historias de los personajes y la ficción representada sobre las tablas, auténtico motor narrativo en el desarrollo de las vivencias de estos jóvenes. Pero, también, esta concurrencia tonal queda en total evidencia ante la libertad narrativa vista al establecer entre su abanico de roles una serie de anexiones y distanciamientos, junto cambios temporales e incluso acepciones comunes a los flechazos y separaciones, excesos e irritables (en el sentido menos peyorativo del término) disposiciones existencialistas. Con un acercamiento formal al cine de guerrilla, su carencia de medios de producción aporta una sensibilidad cercana al documental, una intromisión a los propios personajes a los que se les suministra una comicidad que cataloga la propia valía tonal del conjunto; aunque, en su desarrollo y a pesar de su metraje reducido, Silver no obvia incluso ciertos devaneos con el surrealismo, estos van siempre en consonancia con las propias vivencias de los personajes. Un conjunto de cuasi tropos de la vida bohemia neoyorquina que destaca por su retrato íntimo y cercano, con la particularidad del realismo; no es difícil que en la asimilación de estos propios personajes, muchos espectadores encuentren una afinidad clara, para lo que Silver plantea una jugada muy inteligente: acercar a un alto grado de comicidad el estereotipo de personaje, perdedor y arraigado a una escala social, que se revierte en un agradable repaso por temas tan banales (y, de paso, reales) como las borracheras y sus consecuencias o las enfermedades de transmisión sexual junto a demás desvaríos.
Los protagonistas de la función, donde la cotidianidad claramente impuesta en su tono se fusiona en un ambiente de exaltación de la ficción, obra teatral mediante, tendrán su sobreexposición con la división en cuatro capítulos donde cada uno de ellos demostrarán a la pantalla sus concepciones de la vida y el romance; personas que evolucionan su existencia al mismo tiempo que avanza su (in)estabilidad emocional y donde la fina línea entre el éxito y el fracaso es demasiado estrecha, con la valía de asimilar este conjunto de relaciones en base a dispares como personales puntos de vista. Dos hombres y dos mujeres cuyo sentido hacia el sentimiento correrá por una enajenada adscripción al caos, desestabilizándolos al momento. Silver traza sobre esto, añadiendo frescura al conjunto, la reiteración en la propia obra de teatro del personaje epicentro, Mona; no de manera trivial, la obra que está representando está basada en su propia vida, cuantificando aún más el lenguaje que la película adhiere a su unión entre realidad y ficción, quizá no tan separadas como así parece conformarse desde el ambiente artístico que rodea a las acciones. Como si una curiosa jugada de metalenguaje se tratase, el mensaje parece asimilarse en el propio valor cinematográfico de The Great Pretender; Silver, cineasta de relevancia en el indie norteamericano por contonearse tanto por la comedia absurda como por el drama docu-realista, toca ambas vertientes en su última película hasta la fecha, de naturalismo fresco pero con capas interiores dignas de análisis.
La cercanía en la puesta en escena, tan feísta como calculada, se antoja como el envoltorio perfecto para la narración de esta historia, pequeña pero ordinaria, donde la palabra tiene una sutil importancia para comprender el trasfondo de cada personaje. Sin grandes pretensiones a la ampulosidad escénica, aunque en el film se de cabida a ciertas excentricidades formales, y con un punto de vista adyacente, The Great Pretender se disfruta como un viaje dentro de un espectro bohemio y artístico a una diatriba tan común que su director examina con tanta mordacidad como hilaridad: la exaltación emocional y su inherente inseguridad personal.