La cocina y la comida es una parte importante de la cultura francesa, y es reconocida por su variedad y refinamiento, además de estar considerada como una de las más importantes gastronomías en el mundo. Como no podía ser de otro modo, también lo es en el cine del país vecino, aunque no siempre con unos resultados cinematográficos muy esperanzadores, como sucede en esta aproximación a la trayectoria de Danièle Delpeuch como chef privada al servicio del presidente François Mitterrand durante casi tres años en la década de los 80, que viene de la mano del discreto director francés Christian Vincent. Delpeuch fue la primera mujer encargada de prepararle los platos a un presidente de la República en el Eliseo. Sin embargo, el film no es un ‹biopic› al uso, se han aprovechado algunos recuerdos que de la cocinera, como sus encuentros con Miterrand, pero el argumento mezcla anécdotas reales con otras ficticias.
La historia arranca con la protagonista que se encuentra al final de un año sabático, durante el cual ha estado cocinando para una base científica francesa en La Antártida. Mientras comparte sus últimos días, Hortanse recuerda los acontecimientos vividos en el pasado, donde no acaba de creerse que el presidente de la República le haya nombrado su chef particular para encargarse de todas sus comidas privadas en el Palacio del Elíseo. La autenticidad de sus platos seduce al presidente, encantado de volver a descubrir la cocina de su abuela que le encantaba cuando era niño, pero Hortanse deberá enfrentarse a la envidia de los mandatarios de la cocina presidencial, teniendo que luchar contra los prejuiciosos que le conocen con el apodo de la condesa Du Barry (amante de Luis V), y luchar valientemente contra un protocolo absurdo que aún prevalece en los salones del palacio presidencial. Todo cambiará cuando el jefe de Estado tenga que controlar la dieta por motivos de salud y se vea obligado a reducir el presupuesto para la cocina.
La narración combina 2 periodos de tiempo: en primer lugar los últimos días de la presencia de Hortense en la plataforma de investigación en la Antártida. El principal problema es que esta sección carece de interés y el director se empeña en usarla constantemente, y la presencia de la periodista australiana que quiere conocer la historia de la protagonista en el Eliseo no aporta nada especial a la trama. El mayor encanto se encuentra en los recuerdos de Hortanse a través de las imágenes de la preparación de hermosos platos que muestran las tradiciones y la diversidad de la cocina francesa, con una notoria presencia de trufas, calabazas, setas, nabos, patés, patos, y pollos. Las imágenes y descripciones de los platos atraerán a los espectadores con afición por la gastronomía, pero para el resto puede resultar agotador, en especial si acceden al visionado con el estómago vacío o repleto.
Es imposible rehuir de las comparaciones con la cinta danesa El festín de Babette de Gabriel Axel, con la cual comparte una auténtica devoción por el arte gastronómico. El film de Axel usaba ese contexto a través de una puesta en escena muy sugerente para sumergirnos en un bello cuento sobre la felicidad de las cosas sencillas, la necesidad de mostrar el talento de cada uno como modo de expresión, y el contraste entre la severidad luterana frente a la más tolerante católica, mientras que La Cocinera del Presidente no toca ningún tema trascendente, y cuando intenta hacerlo lo efectúa de un modo tan corriente que no consigue calar, resultando un relato bastante impersonal e inofensivo, con una puesta en escena rutinaria, sin demasiada sustancia, mensaje e interés, más allá de deleitarnos con los exquisitos manjares que alimentan la narración. El desarrollo de los personajes es inexistente y la trama se presenta bastante superficial. La película no funciona ni como comedia (el único momento ligeramente divertido es la disputa entre nuestra protagonista con el jefe de postres, sin llegar a provocar una mísera carcajada) ni como drama (presenta unos acontecimientos bastante anecdóticos, sosos y artificiales).
A pesar de todos estos lastres, La cocinera del Presidente no resulta excesivamente pesada y se ve sin problemas gracias a Catherine Frot, que otorga cierto encanto y simpatía a su personaje. Jean Ormesson resulta perfecto para encarnar la excelencia y la decadencia de un Mitterrand cuyo nombre no aparece en ningún momento, y con el cual no guarda ningún parecido físico. Otro inconveniente es la decisión de no permitir que la relación entre Hortense y el presidente tenga más relevancia, porque precisamente uno de los puntos fuertes es el vínculo entre ambos personajes, que nos ofrecen unos diálogos naturales dominados por preocupaciones filosóficas e históricas, carentes de los aires de grandeza que se le suponen a un presidente de la república. Otro de los grandes lastres es la nula utilización del cariz político en una trama que provoca que las relaciones entre el resto de personajes resulten plenamente banales y, lo que es peor para una supuesta comedia, sin ninguna gracia.