Una nueva vuelta de tuerca sobre un profesor y el alumno. El mentor y su discípulo. El tahúr veterano con su pícaro seguidor. A partir de la relación entre bisoñez y experiencia se vertebra un guión con armazón de cine negro, un relato criminal para cimentar el lazo de amistad fortuita que surge para el joven Reynaldo y el sexagenario Carlos, dos personas que se cruzan accidentalmente pero sacan, cada cual, lo mejor del opuesto. Mendoza es la ciudad que los cobija, un lugar donde los policías dan más miedo que muchos delincuentes. Si el protagonista huye de la escuela será la vida la que proporcione un maestro.
La educación del rey es el primer largometraje dirigido por Santiago Esteves, un profesional argentino con una carrera larga como montador en cine y televisión. El origen de la producción, proyectada en festivales como el de San Sebastián, es una miniserie de ocho capítulos que han sido adaptados para la gran pantalla en los noventa y seis minutos que abarca el metraje del film. Por datos que aportó el director durante la presentación y posterior coloquio tras la proyección, las dos obras se pueden ver de forma independiente, sin que suponga menoscabo el visionado de una u otra. Es lógico que las situaciones, subtramas y la evolución dramática de varios personajes secundarios para la cinta, estén más desarrollados en la serie televisiva. Sin embargo, la creación que abordan desde el guión Esteves y José Manuel Bordón no resulta un resumen ni una destilación de los ocho episodios, sino que la película es un trabajo con entidad propia que amplía ese retrato de amistad generacional que transcurre desde un sometimiento y desconfianza inicial, hasta la relación paterno filial que se perfila durante la historia.
De nuevo se muestra esa naturalidad de las producciones latinoamericanas, tan envidiada en otras cinematografías, empeñada en demostrar que con un guión bien armado, pero con capacidad de proporcionar algún giro y conflictos, se puede rodar una magnífica película. No se trata de buscar sorpresas, trucos o finales explosivos, sino de lograr que la obra discurra según el curso de los acontecimientos, fluyendo con interés. La otra columna inestimable es el reparto, esa escuela invisible de interpretación —argentina en esta ocasión— que dotan de humanidad y verismo a sus roles. Aquí se alterna la expresividad en los gestos, mirada y socarronería del experto Germán de Silva, frente a la espontaneidad contenida que modula Matías Encinas. Sus caracteres resultan cercanos para los espectadores, casi familiares, capaces de conseguir esa empatía que hace grandes sus papeles.
Otra virtud del film es el trabajo de reinvención al que llega el autor desde la escritura del guión, la dirección y sobre todo un orden nuevo para narrar las relaciones e importancia de los dos protagonistas. Un guión que aborda de otra forma ese vínculo entre un docente y su estudiante, con un punto de vista duro, de incorrección política y corrección evocadora, para el aprendizaje, aunque sin crueldad. La comicidad ayuda para llegar a esta aproximación diferente al tema, con momentos humorísticos por los encuentros, acciones y diálogos sin buscar el chiste simple, ni la solución amable.
Porque La educación del rey juega en torno a las resonancias del cine del oeste que afectan en asuntos de honor o lealtad. También recurre a la vida que impulsa la escuela en fracasos o por el contrario, en aciertos vitales. Se nutre de la necesidad de conocer, confiar y mantener en activo a la gente mayor, sobre todo para que sean mentores de los más jóvenes. Si sale mal parado algún grupo demográfico en la trama, estos son sin duda los hombres cercanos a la madurez, entre los veinte y cuarenta años, seres arrogantes, codiciosos y listos para ser perdedores debido a su impulsividad.
Los ecos que persisten al terminar la película son la enorme actuación de ambos protagonistas, sobre todo de Germán de Silva con una presencia perfecta en su integridad y matices. Un papel por el que tal vez se pelearían estrellas como Robert de Niro, Al Pacino, Jeff Bridges o el mismo Eastwood, siempre que se hiciera una nueva versión en Estados Unidos. En el apartado visual destaca la depuración de un montaje que utiliza todos los recursos más sencillos en cuestión de planos, contraplanos, linealidad cronológica, secuencias de acción apoyadas en el rodaje con dos cámaras. Y por encima de todo el empleo de la elipsis con función expresiva, sean breves o largas. Estos aciertos hacen que se puedan perdonar manierismos del estilo de la cámara nerviosa sin soporte fijo, uno de los pocos defectos que parecen heredados de la producción previa para televisión. Incluso de un fallo de raccord relevante que es mejor no desvelar, para no destrozar alguna secuencia climática. Pero solo son discordancias humanas que resultan simpáticas en el fondo.