Antes de empezar quiero decir que escribir sobre Érase una vez en Anatolia supone para mi un reto considerable. Por ello y con el objetivo de ordenar conceptos, me siento obligado a empezar este artículo contextualizando un poco el estilo de cine del que me dispongo a hablar. La forma más acertada que se me ocurre de describir el último trabajo de Nuri Bilge Ceylan es decir que puede definirse como una película que posee dos características muy específicas y claramente distintivas de su estilo. La primera es que no hablamos de un trabajo cuya tesis pueda pronunciarse en una sola palabra, sino que nos referimos a una reflexión trascendental de conclusiones ambiguas más centrada en plantear preguntas que en ofrecer respuestas. La segunda, que Érase una vez en Anatolia es una de esas obras artísticas cuyo significado no lo encontramos durante su visionado, sino que lo descubrimos en las sensaciones que esta nos produce al recurrir a nuestra memoria minutos después de la experiencia. O dicho de otro modo, nos damos cuenta del auténtico valor de lo experimentado cuando la aventura ha concluido.
Personalmente soy bastante reacio al (mal llamado) cine experimental cuyo contenido (si es que lo tiene) depende del sujeto que lo vea, como también lo soy con el estilo contemplativo de significado y significante indistinguibles. Pero en este sentido el film que nos ocupa no me molestó en absoluto, pues su ritmo pausado y la pesadez con que se dan los acontecimientos nunca obstaculizan el avance del argumento ni entorpecen el continuo flujo de información (sobre todo sensorial) que el director nos ofrece. No hace falta decir que además dicha pesadez tiene una clara razón de ser, pues el tiempo y los detalles poseen un importante peso en el objetivo de los personajes: en medio de la noche, un conjunto de personas (básicamente policía, grupo legislativo y médico forense, acompañados por dos presuntos asesinos que se encuentran entre ellos en calidad de guías) avanzan en coche por tierras desiertas en busca de un cadáver enterrado. La lentitud y la importancia que tienen los detalles lo explican el hecho de que cada instante y cada una de las sombras, curvas o árboles que contemplamos pueden ser la pista que ponga punto final a su tarea.
Nuri Bilge Ceylan lleva a cabo en este contexto un interesante juego de manos: debido al peso de la misión que tienen los personajes todos los actos de los mismos quedan cubiertos por una infinita trascendencia, fundiéndose lo banal con lo profundo en un mar de comportamientos que se ven condicionados por algo tan abstracto como es un objetivo no materializado. De este modo, el director nos recuerda que en realidad la trascendencia está donde nosotros la ponemos, pues los hechos en sí no son otra cosa que simples hechos. De modo que no es extraño que los ocupantes de los vehículos hablen con igual naturalidad del objetivo que comparten (encontrar un cadáver en medio de la nada) que de la vulgaridad que para ellos tienen los estacionamientos momentáneos causados por el mero hecho de que uno de los pasajeros desee hacer sus necesidades. Y hablando de personajes, de este apartado también hay mucho a comentar.
Y es que parece casi imposible que una presentación de personalidades pueda llegar a ser tan minuciosa a la vez que sutil, al mismo tiempo que nos permite ver la superficie de distintas historias personales que, sin pretenderlo, desprenden una inmensa profundidad. Pero en realidad lo que conocemos no son más que los esbozos de historias formadas mediante la unión de diversos comentarios, de modo que nunca llegamos a saber la verdad… si es que existe. En ese sentido, podemos entender la búsqueda del cadáver enterrado cómo una metáfora de lo que en realidad es la búsqueda del significado de las vidas de cada personaje, una búsqueda que si bien logra un desenlace material, en ningún momento descubre la verdad sobre los hechos. No es casual que la historia que contemplamos nunca llegue a tomar una forma concreta (al menos en lo que a hechos precisos se refiere), ya que esta depende del punto de vista que tomemos para verla, como demuestran las dispares reflexiones de cada personaje.
La película se divide en tres bloques centrados en el modo de afrontar los hechos por parte de tres sujetos, que son el policía, el juez y al médico forense. El primero tiene un carácter puramente pragmático cuyo único objetivo es cumplir con su cometido, de modo que todo aquello que encuentra en su camino solo podrá tener dos adjetivos: útil o inútil. El segundo, en cambio, piensa constantemente en la existencia de los matices, y sabe que los valores morales solo existen en la mente humana. El tercero tiene una mentalidad materialista y dicotómica según la cuál aquello no aprobado por la ciencia no tiene ninguna validez. Como podemos ver, el modo con que cada uno afronta los hechos está fuertemente condicionada con su estilo de vida: el policía solo piensa en cómo encontrar el cuerpo, el juez reflexiona sobre los infinitas posibilidades contextuales del asesinato y el forense centra sus pensamientos en un posible móvil. Fijémonos en el triángulo: para el policía, el criminal no es un ser pensante, sino un simple monigote al que hay que hacer confesar; el juez se siente perdido ante los infinitos pensamientos que pueden conducir a un ser humano a tomar decisiones como el asesinato (o el suicidio); mientras que para el forense solo puede existir una verdad que explique los hechos, cuya naturaleza debe descubrir el policía.
Así pues, la realidad depende de quien la describa, y como vemos en la conclusión de Érase una vez en Anatolia, un pequeño detalle puede reescribir de arriba abajo un suceso que dábamos por cerrado. Por ello, Nuri Bilge Ceylan nos da todos los ingredientes necesarios para componer una historia tan apasionante como profunda sin llegar a formular un discurso concreto, dejando de este modo que el público construya su propia tesis.